La Hernandía, epopeya hispano azteca por Ramiro Lagos
La Hispanidad, en cuyo concepto primigenio navegan las carabelas de Colón, enarbola sus estandartes en las dos Américas, para abrir las páginas históricas de su epopeya.
La Hernandía, poema heroico de Francisco Ruiz de León, escrito en 1755, testimonia los triunfos de la fe y la gloria de las armas españolas con las proezas de Hernán Cortés. La exaltación del héroe en sus más selectas apologías se dimensiona en ensayos y crónicas que recoge el erudito escritor mexicano Fredo Arias de la Canal, responsable de la nueva edición de La Hernandía, tomada de su edición facsimilar:
Toda una avenida de ditirambos con arcos triunfales de su historia, se le abren al héroe hispano, y con él, a las Españas y a su Emperador Carlos V. Nuevo Cid, paladín de la cristianización mexicana, Adelantado de los valores hispánicos, intrépido capitán y un sin número de epítetos resuenan en La Hernandía, donde se agiganta en bronce la efigie del aguerrido héroe y se afirma su pedestal con referencias a sus épicas hazañas.
Fredo Arias de la Canal, portavoz del Frente de Afirmación Hispanista, lo psicoanaliza en sus ensayos proemiales, presentándolo como Don Quijote, con tendencia al masoquismo de la flagelación “como acto edificativo para disciplinar a los indios en la doctrina católica” según mural del siglo XVI.
Este aspecto, unido a su “sonambulismo agresivo”, señalado por el erudito mexicano, y su tendencia al donjuanismo, contribuye a presentar al héroe como un personaje de la realidad, manteniendo la equidistancia entre la veracidad y la leyenda. Así, este buscador de aventuras, libertador y libertario, de gesto mágico, radiografiado así, o como se le mire, entre defectos y virtudes, se impone reciamente, según Arias de la Canal, no sólo como héroe para la Hispanidad sino como un personaje universal, comparable con figuras cúspides a nivel historiográfico como lo fueron “Marduk, Horus, Perseo, Hércules, Lenin”. Ante ellos como proemio, veámoslo cantando en sus épicos pasos por el Píndaro de la época, Francisco Ruiz de León, en cuya Hernandía se hace heraldo de la epopeya de la Hispanidad. Largo poema testimonial escrito en octavas reales, La Hernandía en el ultramar se le podría cotejar con La Araucana de Ercilla. Clarín de la insurgencia mexicana, voz neo-clásica de la poesía novomundana, nuevo Apolo mestizo, a decir del ditirambo epocal, llámasele a este juglar, gloria del Siglo de Oro, comparándolo con Lope de Vega, acaso, el de La Dragontea.
La Hernandía, obra de 12 cantos, quizás numéricamente éstos simbolicen a los doce apóstoles de la Cristiandad. Y se dijera que en esos doce episodios culmina la apoteosis de la Hispanidad con el triunfo de la Conquista y culturización hispánica bajo los estandartes imperiales, con su religión, su lengua, sus tendencias, sus gestas y su filosofía medieval y renacentista.
La Epopeya Cristiana, llamémosla así, arranca en su primer canto desde el momento en que Cortés sale de Cuba, enfrenta el mar violento y arriba a Cozumel en donde empieza. “con desprecio de Lethe a quien da espanto a introducir el Evangelio Santo”
Haciéndose eco de la primera hazaña, vibra el poeta en sus entusiasmos épicos a través de sus octavas reales dentro de un estilo exageradamente neoclásico en que prima el laude hiperbólico de lo hispánico y de la heroicidad del adalid cantado:
“Las armas canto y al varón glorioso
héroe cristiano del valor celoso,
que triunfó del Destino y la Fortuna,
de sus proezas blasón, de España gloria,
campeón insigne, de inmortal memoria”
La acción heroica campea bizarramente por las estrofas del poeta en las que se resaltan las sangrientas guerras, los enconados encuentros, las cóleras terribles, la lucha contra una naturaleza hostil, el mutuo asedio y la intrépida osadía de las dos razas. En cada canto parece que avanzaran simbólicamente la espada y la cruz con la vanguardia hispana y se presiente el son de los clarines tras la titánica resistencia de los aborígenes asediados por escuadrones ya fogueados en guerras imperiales. Es cuando, piafante su corcel, la imagen de Cortés asume dimensiones míticas, dando pábulo al juglar para superponer al héroe por encima de los héroes de la historia:
“Borren desde hoy los Julios y Escipiones,
Alejandros, Pompeyos y Aníbales,
de Roma y de Numancia, los blasones
de Cartago y de Farfalia los anales,
que más heroicos célebres campeones
oscurecen sus triunfos inmortales”
Al poetizarse la epopeya que supone la lucha contra una avalancha de indios en pie de guerra, el juglar se anticipará a reconocer las condiciones bizarras de sus contrarios, provistos, por otra parte, de atenuados guerreros y de erguidos penachos. “No eran como los fingen, desvalidos miserables los indios y desnudos”, Al contrario, los indios mexicanos se caracterizaban por su aspecto belicoso, su valentía y su rechazo a la sumisión. Cíclopes primitivos, se diría, que le levantaban moles arrancadas de sus pirámides, para descargarlas contra lo que pudieron considerar como el invasor esclavista. En los primeros enfrentamientos con los españoles, nunca les sorprendió a estos recibir una lluvia de pedernales y de flechas contra la superioridad de su caballería y sus cañones. Al resaltarse la fogosa acción indígena como una tremenda revolución armada de coraje, el juglar no tiene otra alternativa que relevar su intrepidez a la par que agiganta a su héroe cantando, porque si éste representa al imperio ibérico, también comienza, sus hazañas enfrentándose a otro imperio, el de los aztecas en su épico apogeo. Difícil empresa para el héroe hispano si la lucha se le presenta desigual ante una marea humana numéricamente superior y bélicamente experimentada en sus “guerras floridas”. Pero el héroe es ayudado de la Fortuna, que le erige su pedestal, y sobre todo, con la ayuda del cielo por la misión que cumple.
Se insiste en que Cortés estaba predestinado por Dios para cumplir una misión cristianizadora a nombre de su emperador, interesado por otra parte, en extender sus dominios a ultramar, donde a Cortés le veía surgir como un segundo Colón y como abanderado del Dios de las Españas:
“Cortés felice, capitán glorioso,
el mar que domas hoy Colón segundo
cuando vas a ganarle valeroso
a Dios un reino, y a tu rey un mundo”.
Dios y España, España y Dios en su doble alianza para el dominio espiritual y político, (en este caso militar) del Nuevo Mundo representado en el bravo imperio mexicano, son invocaciones de las más recursivas para que La Hernandía en sus doce cantos persista en su tensión épica y en su interés en torno a los relatos que el juglar utiliza para mantener la grandiosidad temática cantada. Desde el primer canto de La Hernandía aparecen Cortés y sus huestes plantando la espada y la cruz; en este sentido, se atribuye el avance conquistador del héroe, al alto brazo que dirige las acciones desde el cielo. Es el brazo de Dios confundido con el del español, cuyas conquistas son cantadas por el juglar como glorias del imperio que supera a las de imperio romano:
“Su causa, pues, y la del sol íbero
nuestro augusto monarca, nos alienta
a tan grande conquista, que al imperio
Romano ha de causar pasmo, o afrenta”
Ya en tierras mexicanas, Cortés se erige como caudillo imperial e imperioso, asumiendo el mando total de su conquista al ejecutar su acción heroica de quemar sus propios navíos, para sentar sus reales definitivamente en los dominios del Gran Moctezuma; “Por morir o vencer rompe la Armada”, anota el juglar, aunque tiene fe de que vencerá ayudado del cielo. A este tenor, continúa La Hernandía resaltando el triunfo de la cristiandad, sinónimo de la hispanidad. Este bravo caudillaje imperial es ejercido por Carlos V, descrito con esa arrogancia ceñuda que anota el juglar: “el mundo es poco si su ceño humilla”. Si la epopeya hispánica acaudillada por Cortés responde a acciones heroicas, la otra epopeya, la de mexicanos aborígenes, se canta en La Hernandía con visos de colosal resistencia.
Y frente a la epopeya de la resistencia, impónese, con todo, la alta espada de Cortés guiada por el cielo, aunque estuviese experta en cercenar cervices:
“Tan ágil al herir, que cercenando
solamente cabezas va cegando”.
Marte, dios pagano de la guerra, se cristianiza en La Hernandía, denominándosele “Católico Marte”, para justificar así toda acción por más bárbara que fuese, con tal de acabar con el paganismo de los indios, con su idolatría y con la poderosa influencia de sus dioses, sus brujos, adivinos y demonios. Bajo el Marte católico las acciones de Cortés, eran consideradas, por lo tanto, como “actos nobles”, y a medida que avanzaba la conquista, esta acumulación de actos nobles le aumentaba proporcionalmente las virtudes al héroe hasta inmortalizarlo, como lo hace constar el juglar:
“Caen del Bárbaro enteros escuadrones
al vómito del bronce; más ligeros
a un irse vuelven otros batallones
acabando su huella a los primeros;
más que aprovechan, dañan los cañones
pues el retén, de nuevo da guerreros;
que por sólo embestir llegan rabiando,
sin ver los muertos, en que van pisando”
Con todo, la desigual batalla de Cholula se decide a favor de las huestes españolas porque, como lo anota el juglar: “Arrasa España todo cuando ciega”. Y no importó la forma despiadada, con tal de que el “Marte Católico” coronara su victoria con laureles, aunque fuesen laureles manchados de saña genocida.
Si las batallas libradas por Cortés habían sido contra los idómitos mexicanos y contra la indómita naturaleza, la más grande batalla se da contra las fuerzas del mal, capitaneadas por Luzbel. Fuerzas que se conjuran en un infernal contubernio de demonios, de dragones y de serpientes emplumadas, asistidos por los dioses paganos, para impedir el triunfo de la fe cristiana. Y el juglar anota, que a la conjuración, se unen el protestantismo luterano y el grupo herético. Monstruo, “dragón eterno de aferrada roca”, La Hernandía, los declara enemigos de España, porque, aliado de Moctezuma, pone en pie de guerra a los dioses bárbaros con toda la fogosidad de su poder infernal. Tan colosal desafío, hace que el héroe de los españoles, asistido por el cielo, se agigante aún más para coronar su meta con éxito en una época en que Luzbel emponzoñaba a Europa con sus herejías. La acción destructora del imperio azteca perpetrada por Cortés y sus huestes ibéricas, si tuvo su justificación por la misión evangelizadora de la corona de España, también La Hernandía, conllevaba el cumplimiento de una política imperialista: acabar con el más soberbio y más temido imperio: el de los aztecas para expandir el imperialismo de entonces hasta donde no se pusiera el sol. Difícil empresa epopéyica por estar gobernada por tan poderoso señor el Gran Moctezuma. Ante él, también temblaba el orbe según el juglar:
“A la amenaza de su cruel cuchilla
los países más remotos le doblaron
primero la cerviz, que la rodilla”
Por otra parte la opulencia de su imperio asombraba hasta el propio juglar que canta su magnificencia sin escatimar hipérboles. Y como si estuviese contemplando la grandeza de su imperio desde una alta pirámide, el juglar nos destaca la imponente figura de Moctezuma, cantando la imponencia y opulencia imperial en más de treinta páginas de La Hernandía. Cítese una estrofa:
“Marcial en todo su gentil decoro
ostenta, con nativa bizarría
otro Palacio que el clarín sonoro
de la dama le llama su Armería”.
Tales se ven de bruñido oro
engastadas con tanta pedrería,
que no tuviera, sin brotar asombros,
la vanidad para cargarlas, hombros”
Frente a este poderoso emperador azteca, ante el cual mil soldados de guardia custodian su palacio, el gran héroe de los españoles, Cid extremeño, como lo llama el juglar, asume dimensiones de superhombre, para avanzar su epopeya hasta culminar su meta con la acción definitiva de su cometido: someter a vasallaje al emperador de los mexicanos. Es cuando al poetizar con júbilo el argumento del canto VII, el juglar de La Hernandía, se anticipa a recoger los laureles del héroe, al unísono que las trompas épicas testimonian la caída del caudillo azteca, “cuya braveza, venga Cortés” y al osar apresarlo, “con grillos de oro ciñe su corona”.
Al vérsele hincado a Moctezuma como vasallo del nuevo imperio hispano inaugurado en tierras mexicanas, La Hernandía, se anticipa a relevar aún más la heroicidad del Conquistador en abigarradas páginas triunfalistas en que se broncea la imagen legendaria y mítica de Cortés. En tanto, avanzando en sus hazañas se enfrenta ahora con una masiva revolución del pueblo, pudiendo registrarse como la primerísima revolución mexicana en tiempos de su insurgencia aborigen.
El pueblo en armas se lanza en poderosa avalancha desde sus trincheras, calzadas y pirámides, unos para rescatar a su monarca preso, otros más osados, para castigar su obligada sumisión, hasta derribarlo fatalmente con un guijarro. En este sentido el argumento estrófico del juglar nos testimonia a través de la primera derrota de las huestes españolas cercadas por la milicia del pueblo y sus caciques.
La noche triste del héroe, simbolizando su primera derrota, implica, según el juglar, el oscurecimiento del cielo tras la furiosa carga de los aztecas ante la destrucción de sus templos y sus deidades pétricas en sus soberbias pirámides. Y así canta el juglar:
“Obscurécese el cielo, y en un punto
el sol infante, se creyó difunto”.
Metafóricamente casi aniquilado el héroe, “sol infante”, sólo resurgirá para iluminar los derroteros de subsiguientes batallas, en las cuales, ya no son los aztecas los que resisten, batiéndose en retirada, sino los que atacan y contraatacan al mando del nuevo caudillo imperial; Cuatemoctzín. Envenenada la atmosfera por la destrucción de Tenochtitlán, todavía humeante, y armados de flechas y macanas, los aztecas le declaran la guerra suicida a los españoles hasta hacerlos morder el polvo epopéyicamente. La heroicidad patética de la resistencia hispana, se hace patente en las siguiente estrofas:
“Qué lástima, qué estragos, qué portentos
de hazañas, de valor, de bizarrías
batallando con fieras tan impías!
Mueren al fin, dejando en monumentos
blasones nobles sus cenizas frías;
nadie entre todos, que el amor aclama
quedó con vida, sino fue la fama.
¡Oh, españoles! ¡Oh heroicos adalides!
Sepultados en urna, torpe, undosa,
cuando os debían labrar entre sus Cides,
altivos mausoleos, fama gloriosa”.
Como si se dijera que después de la muerte hubo de advenir la resurrección, el héroe resurge colosal, naturalmente con la ayuda del cielo y de su ya famoso heroísmo. Es cuando cubriendo etapas de victoria, sus resonancias épicas hacen eco en el canto del juglar, mientras la guerra toma proporciones de una epopeya racial en que el indio mexicano, tratando de estrechar el asedio al español, no es menos legendario y a la par heroico. De ese violento cruce racial de macanas y espadas, se hace eco piramidal La Hernandía:
“La guerra se enfurece, turbulentos,
añadiendo horror, van los elementos.
Lanzas, Espadas, Chuzos y Macanas:
se quiebran en los pechos y cabezas;
estréllanse los sables, partesanas,
en los miembros, que vuelan hechos piezas.
Así los unos y los otros, valerosos,
sembrando muertes, destrozando vidas,
se desfogan con incendios pavorosos”
Al fulgor de las llamas de los templos paganos, y sacrificado en la hoguera, Cuauhtémoc, el último emperador azteca, hubo de encenderse con la serpiente emplumada llameando sus iracundias, mientras en sus ruinas, los mejicanos dejaban para la posteridad, sus gritos de dolor y rebeldía. Y ante las pavesas de Tenochtitlán, y ante una apoteosis de lauros para el lado triunfador, el famoso héroe de La Hernandía, hubo de dar órdenes para sustituir las ruinas de los templos y palacios aztecas por los torreones y cúpulas de la fe católica. Así triunfaron la cruz y la espada y así cantaron victoria el héroe y el ,juglar de La Hernandía, por la gracia de Dios y del imperio hispánico, destacándose, al igual, la heroicidad epopéyica de los aztecas.