Crónica Por Efer Arocha
Se nos escabulló el Mago
Crónica
Por Efer Arocha
Escritor
París, 23 de agosto de 2011
Carlos Cuartas Foto de Mauricio Ríos
El ajedrez es una actividad que se encuentra detrás de un manto mágico, exhalando aromas de incógnitas misteriosas como lo hace la poesía, la música o la filosofía, donde el ejecutante connotado y trascendente, por sus desempeños en los escaques, alcanza una estatura reverente que va más allá de lo individual, en razón de que en la competencia; ésta, cuya existencia es la de definir la disputa de la calidad, donde el resultado si está preñado de repercusiones pasará a ser registro de la historia. Lo alcanza porque hace presencia lo dual. El protagonista por una parte, es él; en tanto que jugador, siendo jugador sólo en la medida en que juega. Pero por la otra, no es él; puesto que él es, una condensación del grupo, definido por un espacio geográfico cuya síntesis se expresa en la división política administrativa, único camino que avala el mérito con valores ignotos. En esta última condición lo conocí. En la época, era Campeón Departamental de Ajedrez de Antioquia, de quien se decía sería una figura promisoria del ajedrez colombiano. Me lo presentó Gabriel Montenegro un agente viajero de ropa para niños y adultos.
Era una tarde en sus últimas agonías, la cual se diluía por entre los entresijos de Barrancabermeja, mientras pavimentos, andenes y tejados eran acariciados por una noche coquetona, invitando a cualquier placer del cuerpo, incitado y excitado por el delicioso y rico aire que en algunas tardes sube por las espaldas del río de la Magdalena poniendo fin a la sofocante pesadez que se produce después del medio día, cuyo reverbero llega a veces a derretir el asfalto. Ella es una ciudad joven, le faltan aún años para alcanzar el siglo; por el excesivo calor, buena parte de los que se instalan, la abandonan con el poco correr hacia futuros menos ardientes.
Yo vivía a la fecha en la Calle 10 con la Carrera 9ª u 8ª. si mal no recuerdo, porque esto hace ya más de cuarenta años mal contados, al lugar llegó Gabriel con Carlos Cuartas, el cuñado del mismo y Luis Holguín. Luego de la presentación y un mínimo de formalidades, como sucede en el trato con auténticos paisas, hipocorístico que alude a toda persona oriunda de Antioquia la grande, nos estábamos tuteando como si hubiéramos sido amigos desde siempre; no obstante de ser Carlos un joven tímido, y yo un joven huraño y huidizo ante extraños; en una tierra exuberante, abierta y generosa, donde jamás pelechaba la pobreza y menos el egoísmo, a causa de ser una cuidad obrera en la que los trabajadores devengaban el salario más alto de la nación, consecuencia de su fuerte organización sindical, encabezada por la proverbial USO, de un lado, porque del otro, de sus suelos bermejos brotaba espontáneo el famoso oro negro, dando espacio a la primera industria petrolera de Colombia con su refinería y otras empresas importantes propias de dicha industria, que les permiten pagar altos salarios a sus proletarios.
Mirándolo con recato, descubrí en él, un cuerpo cobijado por una delgadez raquítica de pirulí, modelando una silueta entre lo atractivo y extraño, haciendo resaltar por contraste una piel mate aperlada, presentando un toque sobresaliente por unos cabellos castaños oscuros, cima de un metro setenta y seis. Sin embargo, todo lo que absorbía la mirada, no era su humanidad, sino unos gruesos anteojos de carey negros que portaban unos descomunales lentes por su grosor, que en lenguaje coloquial se les llama “culo de botella”. A causa de esto, resultaba difícil descubrir el color de sus ojos. Atrajo mi atención su peinado atravesado, que tenía como finalidad disimular unas entradas muy pronunciadas que daban la sensación de sufrir una calvicie prematura, que a la postre me enteré le producía horror. Para cerrar su fenotipia, cabe mencionar unos gestos muy singulares, reveladores de que el Mago conversaba permanente consigo mismo; definiendo intricados retos de convulsiones interiores.
Para mí el ajedrez era el deporte de los sabios, algo tan complejo como son las grafías de las lenguas muertas, y no tenía interés de ir más allá, puesto que mis objetivos de vida tenían otros horizontes. Antes de una hora, alentados por vapores etílicos y a causa de la persuasión de los visitantes, comencé sin objeciones a aprender el nombre y el movimiento de las piezas, asunto que me entusiasmó y me pareció facilísimo, para proseguir con un hecho que me dejó con la boca abierta. Cuartas me propuso que jugáramos una partida a ciegas, lo vendé, y por si las dudas, lo hice poner de espaldas. Me propuso darme una ventaja, que fuera ayudado por los tres invitados, verdaderos expertos en el invento de aquel sabio de la India, Lahur Sissa. En la realidad jugamos cuatro contra uno. Perdimos en un espabilar, y así repetidas veces. No había resquicio de duda, todo quedó claro, me encontraba frente a un verdadero Mago. A iniciativa de Luis Holguín me propuso que organizáramos unas simultáneas para motivar la presunta afición barranqueña, propuesta que logré materializarla a las pocas noches siguientes. Aprovechando la euforia, Cuartas y Holguín propusieron dos cosas: hacer un campeonato y fundar la Liga Municipal.
Habían pasado apenas dos días, compré ajedrez, y lo mejor, era que sabía dar mate, la jugada más compleja del juego ciencia, también, motivo y fin de su existencia. Sin embargo, lo bello, idílico o feliz, está precedido por una palanca llena de dificultades cuando los protagonistas pertenecen al campo de los sectores sociales medios, los que tienen que ganarse la vida sudando la frente. El Mago se acababa de lanzar como vendedor de ropa en línea para dama, niño y blue-jeans para caballero. Me sugirió las razones. Deduje por lo contado, que parte del producto era confeccionado por su madre que ejercía la modistería, y otros miembros de la familia en una población colindante con la capital de la montaña, llamada Itaguí.
Los dos días los había consumido el Mago meditando cómo deshacerse de dos maletones llenos de trapos que trajo de Medellín. Pues era incapaz de servirse de un método simple de ventas, consistente en llenar un maletín y empezar vendiendo puerta a puerta como lo hacía Montenegro y su cuñado. Muy afligido me consultó la situación, su mayor preocupación consistía en buscar dinero para cancelar la cuenta del hotel. Siempre he sido de la tesis de que las mujeres son más inteligentes que los hombres, orientado por esta conclusión, llamé a una amiga que habitaba en el barrio el Parnaso, lugar de residencia de los obreros calificados. A ella le pareció fácil vender las dos valijas de mercancía organizando en su casa una exhibición con la asistencia de todas sus vecinas al día siguiente, citándome para las nueve y media.
Llegamos puntuales y elegantemente; vestidos como si fuéramos a asistir a una ceremonia de contrayentes de primera categoría: camisa blanca, corbata, pantalón y saco de color azul ceremonia, eso sí de lino para soportar un calor por encima de 40° a la sombra; no obstante sudábamos como caballos de carrera llegando a la meta. Al principio habían muy pocas personas, y graneadas empezaron a llegar hasta que se llenó la sala que era descomunal. Todo mi trabajo consistió en abrir una maleta, mientras que Carlos imitándome, abrió la otra; pero no hizo nada más. Yo esperaba que empezara a mostrar prendas, lo mismo les ocurría a los presuntos compradores. Filomena, la anfitriona, me hizo señas y yo le respondí de la misma forma haciéndole entender que no me correspondía y no sabía nada de ese ajetreo. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto; una gordita simpática metió la mano y se puso a hurgar la valija del Mago y a repartir prendas a diestra y siniestra; en cuanto a la mía no supe que pasó, cuando de repente la vi vacía; puesto que me distrajo un niño que llevaba un sostén rozado puesto en la cabeza. Luego vendría lo que me dejó verdaderamente atónito. Cuando las compradoras comenzaron a preguntar por los precios, Carlos al oído me dijo que no tenía la menor idea. A mi juicio todo podría ocurrirle a un vendedor neófito, menos que no supiera el precio de la mercancía que estaba vendiendo. El Mago sólo acató a responderme, que quien conocía todos los precios era su cuñado; pero nadie sabía donde se encontraba a esa hora, pues él también estaba en la tarea de vender lo suyo. En lo grave de la situación tuvo una idea salvadora, me dijo que tenía en el hotel un talonario donde se especificaba la cantidad que él debía pagar al fabricante. Una dama solícita se ofreció llevarlo en su automóvil al establecimiento, mientras tanto yo compraba refrescos para ofrecerle a la concurrencia. Muy pronto llegó Cuartas, y en compañía de Filomena, miramos la facturación, causó sorpresa a la anfitriona lo ridículo de los costos. Carlos no acató a establecer cuantía, Filo propuso cuadriplicar, a mí me pareció una exageración y sugerí triplicar, pues los precios bajos tienen la ventaja de ganar prestigio y clientela, y Filomena estuvo de acuerdo. Le dije a Carlos que procediera a hacer las sumas respectivas para establecer precios; sugiriéndole que para poder sumar con mayor rapidez tomara sólo cifras redondas, pero el Mago resultó incapaz de cumplir la tarea. Lo sustituí de inmediato y me sucedió igual, tampoco sabía sumar en una situación de tanta zozobra, al oír decenas de mujeres hablando al mismo tiempo de lo mismo. En números fui el mejor de la clase, conocedor de altas matemáticas, empezando por cálculo integral. Desde entonces tomé la decisión que en materia de cuentas; las únicas operaciones que debía manejar con rigor, eran la suma y la resta, pues en la vida práctica no se necesita más, preferible hacerlo con los dedos, como lo hacen los niños y los campesinos; la experiencia me dio la razón, porque durante toda mi existencia hasta hoy, no he necesitado ir más allá de la suma y resta de dos cifras. Excepcionalmente el uso de la división para otros, porque lo que es yo, no he tenido nunca nada que dividir. La dueña de casa se encargó de todo, y cosa curiosa, no se perdió ni se extravió prenda alguna, ni tampoco se fue nadie sin pagar.
En la noche del encuentro se convino hacer una demostración de simultáneas como antes se dijo, la verdad sea dicha; el término era la primera vez que lo oía; luego de explicarme su significación, consistía en que Cuartas jugaría contra todo aquél que supiera mover los trebejos o piezas. Veintisiete fueron los anotados donde se incluían todos los sexos. En la ciudad petrolera la consigna de la Comuna de París de “libertad sin orillas” tenía plena vigencia, nadie se inmutaba por los desvaríos en materias eróticas. Los invitados traían entre el sobaco cajas que contenían las piezas más disímiles. El primero que hizo presencia fue el famoso Stauton, tan comentado por el Mago y Luis Holguín; los había de plástico, figuras de las dinastías chinas, ejércitos modernos y antiguos, de terracota y uno de tornillos, hecho ese mismo día por un mecánico de ECOPETROL, apasionado del juego-ciencia. Se organizó en la acera frente a mi casa una fila de los participantes. Unos se encontraban sentados en plena comodidad porque habían traído mesita plegable, otros igualmente sentados habían puesto las piezas pero con el tablero sobre las piernas, la mayoría estaban sentados en el piso con el tablero puesto en el suelo. Montenegro y Luis fueron los encargados de organizar a los participantes. Lentamente una multitud de curiosos comenzó a agolparse. Dominaba el ambiente una excitación silenciosa, donde no se oía ni siquiera un carraspeo en el momento en que el Mago hizo el primer movimiento con las piezas blancas, norma de las simultáneas, en el tablero de un juez superior, auténtico xilotista y de destino trágico breves años después. Sólo ganó una niña de corta edad, porque el Mago le permitió el triunfo para estimularla en su futura afición. Luego de concluir las simultáneas nos fuimos a un café donde Cuartas lanzó la idea de manera pública, de fundar la Liga de Ajedrez de Barranca y de hacer el Primer campeonato Municipal, propuesta que se materializó de inmediato. Estaba ya aclarando cuando terminamos en ese amanecer la primera jornada de la nueva actividad local. Me acuerdo de algunos nombres de los presentes: José David Wilches propietario de un almacén llamado La Garantía, Víctor Jiménez también propietario de almacén, el juez de quien no recuerdo su nombre, un amigo de apellido Cújar que trabajaba como secretario en la Oficina del Trabajo y que me metió en un soberano lío por haberme dedicado un libro que escribió criticando a algunos dirigentes sindicales. Otros de los presentes eran un sastre, un peluquero y un dentista de apellido Roa que era mas un mirón que jugador.
Cuartas - Foto de Diego Londoño
El Mago luego partiría para Medellín, regresó dos días antes de iniciarse el campeonato con una novedad en materia de mercancías, traía un nuevo producto. Unos concentrados líquidos en frascos uniformes con etiqueta pegadas con esmero; sin embargo un observador agudo descubriría que no eran productos de una gran fábrica, sino de un taller artesanal. Algo me hizo dudar sobre su calidad, como esto ocurrió hace tantos años como lo he anotado, no me acuerdo si era que carecía de licencia o mostraba descuido en materia de higiene. Llamé a un amigo que trabajaba en el laboratorio de una fábrica de fertilizantes, y él le hizo todos los exámenes posibles, y al día siguiente me hizo una llamada telefónica declarándolo apto para el consumo humano. Vender el producto de manera eficaz presentaba un inconveniente a causa del peso, se necesitaba un medio de transporte. Tenía un amigo entrañable, compañero de peripecias, Rafael Rojas Cáceres, poseedor de un jeep Willy de color rojo sangre toro, del modelo de los usados en la segunda guerra mundial. Planteándole el problema que tenía Carlos para vender el exótico producto paisa; quedó encantado y todas las tardes salíamos cargados de cartones. Rojas, hombre de espíritu solidario, no sólo prestaba el vehículo sino que también lo conducía; pero además, tenía una cualidad excelente en el cumplimiento de la tarea. Era un vendedor fenómeno. A él correspondió el trabajo de deshacernos de esa multitud de cajas, que Carlos había traído de la capital de la montaña. Una de las virtudes que tenía Cuartas en aquel entonces, era la frase oportuna para cada situación, con lo cual se ganó de inmediato la simpatía de Rafael Rojas, que no sólo no cobraba nada, sino que también nos invitaba a comer. Desde Medellín venían más despachos y la calidad del producto se mejoraba vertiginosamente en presentación y en sabor. El Mago no estaba hecho para el trabajo práctico, físicamente era como yo, un hombre enclenque, hasta el peso de llevar unos saludos lo hacían sudar. Interiormente todo lo que le producía desagrado, sin importar lo que fuera, odiaba hacerlo.
No sé quien tuvo la feliz idea, si fue el cuñado de Cuartas, Montenegro o Rafael Rojas, de vender el producto al comisariato de OCOPETROL. Como Carlos en la ciudad pronto se había convertido en un personaje, todos queríamos ayudarlo en las dificultades de subsistencia, y brindarle un ambiente acogedor; lo rodeaba un grueso grupo de amigos y a mí me fue encomendada la misión de venderle a ECOPETROL el producto, nada fácil resultó el encargo. Empezando que para tener acceso a las instalaciones de la empresa había que sacar un permiso, pero el paso más complicado que tuve que vencer fue saber a quién tenía que contactar en semejante monstruo, donde laboraban día y noche miles y miles de personas. Resolviendo el asunto recurrí a Roberto Salazar, un ex-empleado de la empresa, que muy pronto comprendió que para hacerse rico no tenía que tener patrón, sino el de serlo. Se inició con un negocio de repugnancia social, pero en contrapartida muy rentable por las utilidades que produce el agio, una prendería o sería mejor decir casa de empeño, al 10% mensual sobre objetos dejados en depósito. Luego abandonaría este negocio para dedicarse a la ferretería y a la construcción que lo hizo multimillonario. Salazar era uno de mis excelentes amigos, me resolvió lo grueso del trabajo; la persona clave a contactar, era el Jefe de Compras, que vivía en el barrio Miramar donde habitaban los directivos de la empresa, más difícil de penetrar que entrar al Batallón Bogotá que se mantenía en alerta de primera prevención, porque ya se humeaban guerrillas por los contornos.
Roberto me telefoneó para citarme en la prendería diciéndome que todo estaba resuelto, me tenía dos permisos sin llenar para entrar al barrio Miramar y el nombre de alguien que expedía los permisos que se necesitaran para ir al centro en forma motorizada, lugar donde estaban ubicadas las oficinas del comisariato, las de la empresa, pozos de extracción y también un gran poblado compuesto exclusivamente de obreros. Me entregó el nombre del jefe de compras de la compañía con los números de teléfonos de la persona a quien debía yo contactar, el de su oficina y de su residencia, y que prácticamente nadie conocía porque estaba recién empleado, me recalcaba Salazar, y a causa de eso no había podido hacer ninguna intriga para poder ir a la fija y obtener un pedido seguro. Al leer el nombre del susodicho sonreí, porque pensé que podría ser uno de mis compañeros de estudio a quien yo le ayudaba a hacer las tareas. Pensando y haciendo, lo llamé a la oficina; sin embargo, la secretaria encargada de filtrar las llamadas estuvo a punto de vencerme. Mi suposición se confirmó; no tuve que ir al famoso barrio Miramar, sino que en la noche él vino a mi casa. Acordamos hacer un pedido pero en absoluta discreción por aquello del tráfico de influencias. Montenegro y Luis Holguín tenían la tarea de buscar el nombre del jefe de compras, pero habían fracasado hasta ese momento. Les manifesté que no era necesario, pues ya lo tenía en mis manos. El segundo obstáculo era obtener una cita, nos responsabilizamos los tres, cada uno por su lado; esto para cumplir con el secreto pedido por mi amigo. A los días les informé que lo había logrado y que partiríamos al día siguiente. Vestidos de acuerdo a las exigencias que el propósito imponía; es decir, con camisa blanca, vestido y corbata, partimos los tres. Para evitar cualquier contratiempo por aquello de que “caras se ven pero corazones no”, no fuera a ocurrir que mi amigo se arrepintiera; de mi parte no podía permitir brindarle una excusa que lo justificara a la postre. Elaboré un plan, Luis quedó encargado de hablar lo necesario con una precisión conceptual de las bondades del producto. El Mago se limitaría únicamente a hacer la demostración del sabor, y dudábamos entre dos sabores: el de mora y frambuesa. Como los tres carecíamos de elementos de juicios en materia de paladar, el Mago decidió el asunto recurriendo al azar. Lanzando una moneda al aire, dijimos “cara para el de frambuesa y sello para el de mora”, y cayó cara.
A Montenegro, hombre meticuloso se le encargó el trabajo de alistar todos los elementos propios para la preparación de la bebida, donde se incluían seis vasos, dos más de los necesitados en prevención de la presencia de la secretaria u otra persona. Los cristales estaban debidamente sellados para demostrar el rigor de la higiene como política de la empresa Moresco, servilletas de la mejor calidad y dos termos con agua fría y azúcar, también sellados. Todos los aprontes para la demostración los llevaba Carlos cuidadosamente. A mí me correspondió la tarea del saludo, la presentación de mis dos compañeros y una introducción para explicar lo general de la mercancía. Llegamos ligeramente anticipados y luego de una breve antesala, seguimos a la oficina del jefe de compras, lugar sobrio de decoración adusta, de atmósfera tranquila y agradable. Todo se cumplió puntual y exactamente a lo planeado. Luis Holguín soltaba frases jocosas apropiadas para que el ambiente respirara confianza y humor al lograr la presencia de algunas risas.
Le correspondió el turno a Carlos. Empezó porque no podía desempacar los vasos. Todo quedó subsanado, lo resolvimos con Holguín. Con dificultad por lo cegatón consiguió finalmente encontrar el frasco elegido. Luis previendo un accidente, llenó con agua fría hasta la mitad cada vaso. El mago procedió a contar las gotas que se columpiaban en la boca del recipiente haciéndonos sufrir para que no fueran a caer por fuera del vaso, respiramos en alivio cuando terminó, luego azucaró los contenidos sin el menor contratiempo. No sé porqué se le dio por volver a destapar el frasco, al tratar de hacerlo, derramó el concentrado sobre el escritorio; lo peor fue que salpicó de pies a cabeza al jefe de compras, estaba vestido como es habitual en los empleados de alto rango del complejo industrial; los que acostumbran vestirse normalmente de un blanco puro. La secretaria y otras empleadas llegaron en auxilio, la primera lanzó un grito, pensando que el empleado estaba herido, pronto se dio cuenta de su error y se excusó, a la vez que ayudaba a limpiar amainando el incidente. El jefe de compras no se contuvo y dejó ver su desagrado, le hice un guiño, y en respuesta me dijo anote unas docenas y donde tengo que firmar. Al instante agarré el talonario de pedidos y sólo le indiqué donde debía hacerlo. Cuando pasé por la secretaría le hice poner el sello y en mi casa anoté de cada sabor una gruesa; o sea, doce docenas. Al despedirnos me di cuenta que mi amigo presentaba la sensación de estar ensangrentado y de haber sido herido con arma corto-punzante. Posteriormente continuaron más pedidos sin necesidad de pasar por la oficina de compras, sino simplemente con ir a la del comisariato para aprovisionar los stock.
Nunca hablé con el Mago sobre cuánto habían sido sus comisiones, pero pienso que debían haber sido muy jugosas tal como corresponde a una empresa de bebidas donde el mayor costo es el de venderlas. Carlos en materias económicas sufría una verdadera cromatofofia; no sé si entrado en años cambiaría su actitud.
Por las noches asistía a las partidas del torneo puesto que era su asesor. Participamos cuarenta jugadores de distintos niveles, empezando por mí que era el más novato; cuando se inició el certamen me gané el mote de “punto fijo”, pues nadie pensaba que perdería conmigo, así fuera el pupilo de Carlos Cuartas, las cosas no resultaron así, puesto que quedé entre los diez primeros bien abajo; pero esto es harina de otro costal. Habían jugadores de alto nivel, difíciles de vencer de acuerdo a los comentarios que discretamente me hacía el Mago. Cújar era uno de ellos; Víctor Jiménez; Thebolden, un holandés director de una empresa de derivados del petróleo; el mismo Daniel Aljure, gerente de la refinería, un zapatero remendón de apellido Carreño; Miguel Escudero, maestro de escuela. Terminado el torneo, Cuartas partió para Medellín cerrando el capítulo del puerto petrolero.
Luego de mi traslado a Medellín vendría una segunda fase de gran interés para quienes sienten placer en sondear vivencias de la cotidianidad de aquéllos que en el hecho de existir trascienden por sus actos más allá del marco de sus ajetreos personales y de su individualidad. Actuación que inunda y trasciende lo social local, regional, nacional y en ocasiones internacional, es el caso de Carlos Cuartas, quien en el deporte colombiano, en una de sus manifestaciones, su brillante participación a través de su existencia como jugador de ajedrez, lo llevó al sitial que hoy ocupa al ser uno de los más connotados ajedrecista de esa nación.
En el anecdotario del movimiento de los trebejos, en Colombia y particularmente en Antioquia, hay personas de solvencia incuestionable que pueden escribir sobre la historia de este campeón de grandes méritos, comenzando por un campeón departamental que conocí cuando Carlos también tenía el mismo rango, xilotista brillante él también. Me refiero a Emilio Caro, jugador de torneos de primera categoría, y quien hubiera llegado muy lejos en materias ajedrecísticas, si no le hubiera picado el gusano de irse a vivir a suelo gringo. Fuimos socios de empresas ilusorias y descarriadas, como lo fue la revista de ajedrez, Enroque. Hace dos años en un viaje relámpago a Medellín, luego de décadas de no vernos, le hice una llamada y no creía por nada del mundo que fuera yo el que estaba al otro lado del hilo, tuve que recordarle multitud de pasajes compartidos y finalmente entre dudas quedamos de encontrarnos en el café Philidor en compañía de Cuartas, éste no pudo asistir por motivos de enfermedad, y con él convine telefónicamente vernos al mes, cuando yo volviera de nuevo a la ciudad como lo tenía planeado, asunto que no ocurrió por contingencias imprevisibles. Emilio es un personaje, conversador excepcional, con un memorión mejor que grabadora numérica. Nos encontramos en el lugar y hora prevista. Lo escruté al milímetro cuadrado, sigue siendo el mismo, pues no sufre cambios en su ser físico, los años lo eluden por miedo. Esa noche hablamos alternándonos sin parar, como para imprimir un grueso volumen, las historias desconocidas y olvidadas de nuestros tiempos lograron una nutrida audiencia, entre los que se encontraba un exquisito jugador de café, el médico Wilson Quintero y su hijo, personajes que urden actualmente los gajes de los escaques municipales. En la tertulia Manuelito Arocha lo único que hacía era reírse al oír contar a Emilio que luego de su matrimonio en primeras nupcias, había tenido nueve seguidos en Nueva York, pero sin luna de miel, y por un motivo más sólido que el amor, por solidaridad indispensable. Y agregando que en una ocasión averiguando por mí, supo que estaba bajo tierra y de inmediato rezó dos “padre nuestro” seguidos. El hilo de la charla fue interrumpido porque el doctor Quintero quien había pedido nos llenaran las copas; la mesera para cumplir con la solicitud siempre salía a comprar en el café del frente todo lo que ella vendía en materia de bebidas alcoholizadas, estando apunto de ser arrollada al cruzar la calle por un automóvil veloz.
Otro que puede escribir sobre el Mago es Tirso Castrillón, jugador de primera línea y si no estoy mal, escritor de libros sobre el tema. Javier Henao Hidrón de alto nivel de juego al igual que los anteriores, director del Campeonato Nacional celebrado en Medellín, y ganado por Cuartas, donde Javier Gutiérrez fue subdirector y que tiene igual anecdotario sobre Carlos. Un personaje de movimiento digno de los escaques, conocedor de un perfil de Cuartas, en razón de que fue su patrón, propietario o socio mayoritario de los prestigiados refrescos Morescos empresa en la que laboró el Mago, y que tiene solvencia para hilar palabras puesto que sacó título universitario en una Universidad de nombre por fuera de lo habitual, San Buenaventura, aludo a Julio Montoya. En Medellín todo huele a incienso, camándula y estola; pocos son los centros educativos que no llevan el nombre de santos, santas, arcángeles o serafines. Hay una en particular cuyo nombre es aún más sorprendente El Minuto de Dios, hablando de ella, en la Universidad de Lille, después de la clausura de un Coloquio sobre Literatura Latinoamericana, nadie me creyó, les pareció un chiste; obvio que no insistí, pero además de tener vida real es una universidad bien seria en términos académicos, puedo dar constancia de ello, pero lo que es mejor es que sus egresados, la mayoría, encuentra trabajo inmediatamente. Otro que puede opinar sobre Carlos es Óscar Castro, igualmente campeón nacional y brillante jugador, lo mismo puede decirse de González, y en ese orden, muchos otros como Boris de Greiff en Bogotá, y numerosos en el país. De Greiff es un apellido que no remite tanto al ajedrez sino a la poesía, de la que Cuartas era asiduo lector y casi siempre terminaba subrayando o memorizando los poemas más sobresalientes que le agradaran de cada bate. De León de Greiff le gustaban tres poemas: Balada del tiempo perdido, Divagación nocturna y tarareaba algunos versos del poema más popular del poeta paisa, Relatos de Sergio Stepansky, que hace veinte años traducimos aquí en París y publicamos en el N° 2 de la revista Vericuetos. Transcribo los versos de uso del campeón:
Juego mi vida, cambio mi vida,
de todos modos
la llevo perdida...
Y la juego o la cambio por el más infantil espejismo,
la dono en usufructo, o la regalo...
La juego contra uno o contra todos,
la juego contra el cero o contra el infinito
la juego en una alcoba, en el ágora, en un garito
en una encrucijada, en una barricada, en un motín;
Sin embargo, el que más cantaba en soledad en los cuartos de los hoteles, en los momentos que precedían a partidas aplazadas o a enfrentamientos con contendores peligrosos, era una estrofa del poema más conocido de Porfirio Barba-Jacob, Canción de la Vida Profunda:
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…
- ¡ niñez en el crepúsculo!, ¡lagunas de zafir!-
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
¡y hasta las propias penas! nos hacen sonreír
Más de una vez se leyó la obra poética completa de Walt Withman, Miguel Hernández, Vallejos. Tenía también predilección por Vladimir Mayakovski. Carlos era un hombre de su tiempo; los colombianos de la década del sesenta fuimos lectores voraces, el Mago no ignoró a ningún poeta universal. En materia de literatura sucedía otro tanto, leímos cuanta obra de literatura latinoamericana se publicaba desde el Río Grande hasta la Patagonia. De los escritores mexicanos su preferido era Rulfo; de Cuba, Carpentier; de Guatemala, Asturias; de Argentina, sobresalía Cortázar. Se leyó todas las novelas dedicadas a los dictadores. De Norte América desde Mark Twain, especialmente sus cuentos, hasta Ernest Hemingway. Los autores rusos representativos pasaron todos por sus ojos siempre en dificultad; su privilegiado fue Dostoïesvski. Pero el preferido de todos hasta el momento que los dos éramos trotamundos fue Oscar Wilde seguido del alemán Thomas Mann y el tercer lugar lo ocupaba el japonés Mishina. En otras áreas de la cultura resultaba un antropófago, no exagero al afirmar que era un cinéfilo, comenzando por el cine mudo. En nuestra época se vio todas las películas dignas de verse; no obstante su gusto estaba muy lejos de ser por el producto de los grandes directores. Pienso que no hubo película sobre el western que Carlos no se haya visto de su cine preferido.
Cuando se avecinó el Campeonato Nacional de Ajedrez realizado en Medellín elaboramos una estrategia que codificamos: “Sembrar pánico en el adversario”. Luego de estudiar con rigor siguiendo al dedillo los métodos de los grandes estrategas prusianos, decidimos partir en sigilo para una isla similar a la de Robinson Crusoe, que Colombia tiene como muchos países en el mundo perdida en un océano, donde ni siquiera se hablaba el español sino un patuá derivado de la mezcla de las lenguas de Shakespeare y Cervantes. Allí llegamos los dos con escasas monedas en el bolsillo, apertrechados con un plan de rebusque impecable que no nos falló e inclusive fue más allá de nuestros cálculos. El Mago tenía la responsabilidad de involucrarse en cuantas simultáneas fuera posible; de mi parte pintaría cuadros con una super técnica desconocida, creo aún hoy. Entre seis y diez minutos salía un lienzo de mis espátulas listo para la exposición. Realicé sesenta telas que se exhibieron en una tarde de domingo en un salón del hotel más reputado de la Isla que tenía como nombre, o tiene, el gentilicio de la misma –Isleño. Había transcurrido un cuarto de hora cuando se me acercó un hombre vestido de liqui-liqui y me hizo la proposición que todo pintor sueña en una exposición: vender la totalidad de sus cuadros. Me dijo: “Todos las obras son mías”, y a reglón seguido me contó el dinero. Como no salía de la perplejidad sólo atiné a hacer un cartel donde se anunciaba a los visitantes que la exposición había sido adquirida. El comprador me citó en el bar del hotel unas horas más tarde, para hacerme una proposición que según él me encantaría, con una exigencia: que llevara al jugador de ajedrez. Bebiendo excelente whisky, licor nada interesante en la isla, puesto que el sitio era zona libre para todo aquél que quisiera ir a comprar y a vender. Por ello, todos los licores que se comercializan en el mundo estaban presentes. El comprador me preguntó que si yo podía repetir, cuantas veces él deseara, un florero de rosas y gladiolos que estaba incluido en la exposición, y otro de un atardecer perdiéndose en el horizonte, un balandro entre luces rojas agónicas y aguas degradadas en el mismo color, sepultando el mar de San Andrés. En aquel momento ya había sepultado todos los fetiches que se construyen en torno del arte por los que se benefician de él. En el arte hay dos fases, una que es técnica y la otra, una sensibilidad particular. La buena pintura es el producto de la sensibilidad para combinar colores expresado en formas, como lo hace la música con los sonidos. En la sociedad de mercado el pintor que no vende, otros lo hacen por él, volviéndose a veces extremadamente ricos, mientras que el artista vivió en la miseria, caso de Van Gogh. Mis parámetros ya comenzaban a guiarse por el pragmatismo. En lo perentorio me orientaba la materialidad práctica que se imponía sobre todo otro código de valoración: vivir con el menor esfuerzo y la mayor comodidad, era la línea que habíamos trazado para nuestra estadía, de ahí que mi respuesta fue positiva. Luego vendría otra pregunta en torno de la cantidad producida por mes; maquinalmente, sin ningún esfuerzo, respondí: ¡la que necesite! Acordamos 300 unidades, 150 de cada tema, a un precio sintetizado en una frase del Mago: “usted produce más dinero que una institución bancaria”. Sólo me puso una condición que no satisfacía mis pretensiones de pintor profesional, las obras debían ser firmadas con un seudónimo que él escogería. El contrato, como dicen los negociantes, “me dio para largo rato”, alejando las penurias y privaciones de mis predios.
En lo concerniente a las simultáneas también las financió un solo cliente, el Club de Leones, tuvimos que asistir a una reunión plenaria para contratar la susodicha simultáneas y clases para aprender a jugar ajedrez que Carlos daría en los colegios de secundaria. Desconocedores de los ritos de este tipo de instituciones, casi hecho a perder el contrato porque no era capaz de rugir, en cambio el Mago lo hizo de manera excelente. En San Andrés estaba en auge la presencia creciente de la mujer matutera o contrabandista; lo dominante eran las mujeres abandonadas con hijos, y que ahora se les llama “cabeza de familia”, encontrando en la actividad, la solución para sus problemas económicos. Todo el que iba a la Isla de los descendientes de los filibusteros, principalmente de Drake, tenía derecho a un cupo que le permitía al venderlo en el continente, pagar el pasaje de avión y el hotel, y si tenía habilidades para camuflar pequeñas mercancías podía financiarse las necesidades de uno o dos meses. En la beta los guardias de aduana hacían su sobresueldo, haciéndose los de la “vista gorda”. Como sucede con las jerarquías, el máximo jefe tenía prioridades en lo que concierne a autorizar el acceso de una mayor cantidad de productos al continente; con su firma una matutera podía duplicar o triplicar el cupo, privilegio del cual no hacía uso, sino en casos excepcionales, porque se orientaba por una conducta propia de un Robespierre, era incorruptible. Lo conocimos en una taberna nórdica de un vikingo afligido, a causa de un tropezón que se dio contra el mundo.
Un hombre sobriamente vestido pero con toques de elegancia, y que hacía parte de los arremolinados que seguían la partida que jugaba Cuartas con el Intendente de la Isla, fue saludado efusivamente por el perdedor, quien pidió que lo admitiéramos en la mesa; pronto hizo gala de agudos conocimientos intelectuales y en desenvoltura se enzarzó conmigo sobre la Historia de la Pintura, tema del cual tengo una ligera idea. Cuartas lo encontró un conversador extraordinario, y al día siguiente lo ingresamos en el Círculo de la tertulia que iniciamos todas las tardes en el bar del hotel. Al tercer día empezó a ser interrumpido por hombres que se le acercaban para pedirle su firma. Había jugado con el Mago, éste le pareció un digno contendiente, pues era el mejor que hasta el momento había enfrentado en toda la Isla, según sus decires. A Carlos le intrigó la firmadera y sin mucha prudencia le preguntó cuál era la causa de esa conducta. Fue entonces cuando los dos supimos que él era el jefe de aduanas y que tenía el grado de capitán. Nos hizo saber de inmediato que en la primera oportunidad abandonaría el trabajo de alcabalero por el que no sentía ningún afecto, sino un repudio. Le encontré razón en sus apreciaciones, todo me llevaba a la conclusión de que era un intelectual puro llegando al lugar por azares como lo estábamos nosotros; pagábamos el hotel semanalmente; rara vez invitábamos en el bar para evitar abultar la cuenta. Estaba en nuestros planes irnos a vivir en una pensión de última categoría a causa del costo que produce habitar en un hotel de cinco estrellas. La semana siguiente de haber conocido al capitán, fuimos a pagar la cuenta y nos sorprendió un hecho feliz que nos llenó de intriga; alguien ya lo había hecho por nosotros. Le insistimos al empleado para que nos diera el nombre del generoso y su respuesta fue tajante por lo contundente: “son asuntos confidenciales de la administración”, y así continuó durante meses hasta el último día en que permanecimos en la Isla, a pesar que nosotros invitábamos con larguezas a nuestros contertulios. Habían dos días a la semana en que el capitán firmaba verdaderas montañas de papeles, traídos por una romería de personas donde también ahora se incluían mujeres de aspecto nativo; nunca lo vi leer ni siquiera en una sola oportunidad lo firmado.
El campeonato se acercaba y nosotros empezamos a anunciar la partida. Todo el mundo nos pedía que no nos fuéramos, que nos quedásemos, quienes más insistían bordando el nivel de las súplicas, eran las matuteras. Una mujer entrada en años y que exhibía visible el rastro de las privaciones acumuladas a lo largo y ancho de su vida, en confidencia me contó el motivo de su solicitud, me dijo hablar en nombre de todas. Lo que el capitán firmaba sin saberlo, eran planillas de cupo que les permitía a cada una triplicar o cuadriplicar el volumen de mercancías. También me contó que ellas hacían colectas para pagar la mitad de la cuenta del hotel ya que su propietario les había rebajado la tarifa. Hacían esto porque el capitán no autorizaba ningún sobre-cupo, y menos firmaba nada por fuera de la oficina, y lo que firmaba lo leía más de una vez. Me dijo con una convicción absoluta, que estaba segura que nosotros lo hechizábamos para que firmara sin leer. Creían que habíamos sido enviados por el altísimo para ayudarlas. En posesión de la verdad, logré convencer al Mago en aplazar el regreso en dos oportunidades.
Cuartas - Foto archivo El Tiempo
Carlos hacía llegar periódicamente noticias para tranquilizar a los organizadores de su presencia. A Medellín llegamos en un vuelo nocturno cuando faltaba un mes para la fecha fijada. En sigilo nos trasladamos a mi apartamento, propiedad de las Monjas Carmelitanas, ubicado frente a su convento de clausura, en el barrio La Mansión. Era una inmensa casa con características de edificio con todas las comodidades de su tiempo para las viviendas de primera categoría, no por mí, sino porque ella fue construida con destino a un obispo que había entrado en jubilación. Mandó a hacer una separación para cederme una pequeña parte, a causa de que llegué a ser su mejor amigo por las contingencias de las convulsiones sociales. Representábamos bandos opuestos, pero había un interés común entre los dos en encontrar una salida sincera para resolver la problemática. Descubriendo que yo no representaba las bandas infernales sino más bien un grupo de arcángeles, por tal motivo éramos más afines que opuestos. Como los dos éramos devoradores de libros encontró en mi biblioteca montones de textos que deseaba leer desde cuando inició su apostolado, pero por obvios motivos no eran lecturas aconsejables por su sesgos pagano, para andar en manos de un prelado; las mismas, ahora ya no se encuentran en el mercado. Hizo una ventanita por donde intercambiándonos uno o dos libros por semana. Ya sobre la fecha, y en vista de que Carlos no aparecía por parte alguna y nadie conocía la menor noticia de él, su familia comenzó a alarmarse llamándome insistentemente, igual cosa sucedía con todos los ajedrecista y los compañeros de la Liga de Ajedrez de la cual yo era secretario. Para preparar el certamen logramos trasladar la sede a un segundo piso sobre Junín frente adonde hoy está el edificio Coltejer, con salones amplios propios para la actividad del ajedrez. Esto se logró por la participación de la industria, del comercio y también del municipio. La verdad es que el campeonato se organizó para definir la supremacía entre Antioquia y Bogotá; digo Antioquia y no Medellín porque los antioqueños tienen un sentido de la unión que parecen todos uno solo, asunto que no ocurre con Cundinamarca. La división política-administrativa colombiana es en su inmensa mayoría departamental; porque también hay o habían intendencias y comisarías, donde cada departamento tiene su capital que es una ciudad. Colombia es un país de ciudades, en consecuencia urbano. Los paisas como se les dice a los antioqueños, emulan con los bogotanos por ser los mejores. De ahí que cuando se organizó el campeonato se financió fácilmente vendiendo las rondas a las empresas. La hegemonía hasta ese momento estaba en poder de Bogotá con connotados ajedrecistas entre los que sobresalían los maestros Luis Augusto Sánchez y Miguel Cuéllar Gacharná, particularmente éste último para esa fecha. Gacharná era un hombre maduro y curtido de los escaques, viejo zorro, no iba poner en peligro su corona ante un escuálido salido de ninguna parte, y la verdad es que no tuvo en cuenta la Liga Antioqueña ni la Federación Colombiana de Ajedrez, pues en la práctica él tenía más historia y poder que las dos instituciones juntas, en razón de que el juego de Lahur Sissa se practicaba de manera silvestre en la geografía colombiana, además, los colombianos todavía hoy, no han podido liberarse de una costumbre ancestral, El Cacique. De ahí que la única forma de acabar con el mito de Cuéllar, no fue recurriendo a la legalidad deportiva, sino después del campeonato organizar un encuentro entre el Mago y el maestro Cuéllar.
El Mago tenía suficiente madera para ganarse el campeonato, como sucedió sin muchos esfuerzos; por ello el objetivo se centraba en vencer a Cuéllar. Venciendo a Cuéllar, Cuartas sería el primer tablero de la nación. Nuestro plan “Sembrar pánico en el adversario” tenía el objetivo de desestabilizar sicológicamente al maestro bogotano, que entre otras cosas no es bogotano sino boyacense, pero nos dejó con los crespos hechos, al decir del adagio. Siempre estuvimos convencidos de que Gacharná nos prepararía una sorpresa, teníamos casi la certeza que él asistiría, sus negativas las considerábamos como producto de su estrategia. La última táctica que empleamos fue la de esperar hasta el tiempo límite, es por esto que el Mago dejó transcurrir, no me acuerdo si fue media hora o una hora, su silla vacía ante el contendedor que le correspondió jugar luego de iniciarse oficialmente la apertura del campeonato.
Este torneo le hizo un gran aporte al ajedrez colombiano, por primera vez los escaques y sus bártulos salieron al estrado público. Se veía en la televisión, se escuchaban los resultados en las cadenas radiales, y las páginas deportivas de todos lo periódicos le abrieron un espacio, de los estantes de las librerías desaparecieron los pocos libros sobre el tema, nacieron improvisados comentaristas, como el famoso Matenuna, que no era otro que el director del torneo, las escuálidas ligas se fortalecieron y una verdadera afición se abrió paso a nivel nacional. Tanto en Medellín como en Bogotá también por primera vez, el ajedrez le disputó mano a mano el espacio deportivo al fútbol; de ahí en adelante el ajedrez dejó de ser una actividad para previlegiados ejercida en torre de marfil o en catacumbas. Es cierto que el primer mérito recae sobre Cuartas y los participantes del encuentro, igualmente en los organizadores y patrocinadores, como las cabezas visibles, pero hay un esfuerzo del participante anónimo cuya presencia también cuenta y determina. El campeonato fue una emoción colectiva, una alegría del conjunto de los antioqueños que aún hoy, lejos en la distancia y también en el tiempo, nos emociona y estimula recordarlo. Son esas creencias bien guardadas donde no se conocen las miserias ni los egoísmos, o la maledicencia que empaña y enrarecen. Son alegrías de las que nadie puede apoderarse por ser de todos.
Un pasaje que no puedo omitir es el de una gira que hicimos a Cúcuta. Como el método era hospedarnos siempre en el mejor hotel de la ciudad la primera semana, buscando causar la mejor impresión posible para crear una buena imagen abridora de puertas y también para establecer un claro estatus. Esta vez lo hicimos en un hotel de nombre bellísimo, Tonchalá. No se me ocurrió averiguar sus orígenes en el momento, hoy deduzco que sus raíces pueden encontrarse en un vocablo derivado de la lengua motilona, lengua que hablaban los indígenas motilones, única tribu que fuera imposible aculturizar en Colombia, la que siempre estuvo en guerra con el Estado, y que una empresa explotadora de petróleos llamada COLPECPetroleum Company, que extraía el oro negro en una zona llamada Tibú, los diezmó para apoderarse de sus tierras.
Tenía yo una tía camandulera que vivía en la avenida Cero en Cúcuta , “uña y mugre” del hombre más poderoso de la ciudad y del departamento. Su pasión por el poder era disímil, lo ejercía detrás de bambalinas con sutileza magistral, básteme con decir que se las arregló para transformar la Policía de Tránsito en Policía con poderes de toda clase que se le confiere a ésta. El funcionario que pertenecía a este cuerpo tenía facultades municipales para detener a un ciudadano infractor de cualquier delito y enviarlo a la cárcel, investigarlo secretamente si tenía sospechas que algo ilícito preparaba. Este era uno de sus poderes pedestres porque los altos, ¡mama mía!, llegaban hasta el cielo. Tenía otra facultad como el rey Midas, todo lo que él tocara se convertía en billetes; se las arregló para vender chingua, -agua con cebolla y tostado duro-, a un precio que ni siquiera el restaurante, La Torre de Plata, que es el más caro aquí en París, se atreve a sugerir. Pero lo mejor de todo en García Herreros, es que se ideó una historia literaria celestial para mandar a dormir a todos los colombianos por la primera cadena nacional de televisión, los que debían o deben, acostarse con dulzura como lo hace Manuelita, no la de Bolívar, sino la de Puerto Tejada, un lugar a orillas del río Cauca. Al vapor de vinos en Bordeaux con un poeta francés, que no tienen idea donde queda el río Cauca, me pidió que le hiciera una semblanza de Manuelita, le dije que era una quinceañera que había sido candidata a un reinado de belleza, con senos como unas mamblas, glúteos igualitos al insecto que comen los santandereanos. Una semana después en París en el apartamento, saqué cuidadosamente de mi nevera un ejemplar de los que me como uno por día, se lo mostré, y acto seguido lo ingerí. No resistió el deseo y se devoró tres traseros de la hormiga uno tras otro.
Desde antes conocía a García Herreros que también fue amigo de mi abuela y mi abuelo; el Mago lo conoció en casa de mi parienta tomando onces. A García Herreros le cayó simpatiquísimo el Mago, pero mucho más el ajedrez. Carlos le sugirió lo de los clubes y García Herreros acotó: déjelo a mi cargo. Al domingo siguiente se dieron las primeras simultáneas en el parque Santander auspiciadas por el Club Rotario, y a mí me tocó exhibir obras frescas en el salón del Banco de la República, impidiéndome venderlas con el pretexto que atentaban contra la moral pública, agregando que me resolvería el problema material, puesto que los pintores siempre vivíamos en la miseria. No dije nada porque no tenía sentido decir algo. El Banco dio un cóctel e invitó a su juicio. García Herreros estuvo entre los presentes y habló maravillas de cada cuadro, y sin pedirme autorización la convirtió en una exposición itinerante. Al día siguiente la descolgaron y se paseó por cuanto lugar tenía espacio, permaneciendo un solo día en cada sitio, siguiéndola en penuria para explicar a los congregados todas las bondades que en mil direcciones ofrecía el arte del caballete. Peregriné por colegios, escuelas hospicios, clubes, capillas…, al Mago le ocurrió otro tanto. Un domingo luego de terminar un partido de fútbol entre el Cúcuta Deportivo y Millonarios, al que asistimos por obligación por la prestancia del invitante, el alcalde de la ciudad, terminado el partido en el camarín conocimos al árbitro más famoso que en esos tiempos tenía el fútbol colombiano. El silbato, un personaje agradable y abierto, nos invitó a una fiesta que le habían preparado, en el encuentro el equipo local había salido victorioso. La fiesta se realizó en una cancha de un barrio popular donde se jugaba con unas bolas metálicas un deporte local parecido al tejo, dominaba la asistencia la presencia femenina. Se bebía y se bailaba en abundancia, cuando de pronto apareció una mujer con un cortejo y todo el mundo le abría paso y se fue directo adonde se encontraba el referí, era una mujer descomunal por su altura, y tallada en verdadera fibra, un cuerpo que gritaba vigor desde cualquier ángulo. Nosotros nos encontrábamos dándole la vuelta al ruedo cerveza en mano y desde un ángulo donde se veía plena, Cuartas me dijo: es una perfecta sarracena más propia para el combate que para hacer el amor. Nos comenzaron a buscar y pronto estuvimos frente a la sarracena, presentándonos dulce y delicados, buscando sentar precedente de que dominábamos los buenos hábitos. Escrutó de pies a cabezas a Carlos y le hizo un guiño de coquetería, y acto seguido echando abajo todos los modales le dijo algo al oído al árbitro, el que se rió sin precauciones. Luego de algunas cervezas, la sarracena me agarró de un brazo y me arrastró como si se tratara de un ala, llevándome para un rincón adonde pocos podían oír. Me hizo saber, que encontrándose entre el público había visto jugar a Cuartas simultáneas, y también a ciegas. Todo se limitaba a un deseo erótico irresistible que le producía el Mago, y estaba dispuesta a hacer lo que fuera por satisfacerlo. Los tres con el arbitro urdimos una tramoya y Carlos fue raptado por la sarracena esa noche. Sólo quince días después, logré liberarlo utilizando astucias militares; lo saqué de una alcoba nupcial en un estado moribundo y lamentable.
Una vez recuperado y en perfecta salud el Mago, partimos para San Cristóbal, capital del estado de Táchira en Venezuela, donde se habían organizado simultáneas y exposición de pintura. Allí encontramos a un coronel del ejército venezolano aficionado a las dos cosas con intensa pasión. Éste tenía más interés por el aspecto intelectual de nuestras actividades y nos insistió en que diéramos cada uno una conferencia al personal bajo su mando. Para el Mago era un asunto muy delicado pues jamás se le había medido a este tipo de encrucijada; yo no tenía problema porque ya había hablado en público en recinto cerrado y en plaza. Lo convencí que la improvisación era la mejor aliada y su conferencia se limitaría a contar lo que él supiera sobre la historia del ajedrez, y yo haría otro tanto con la historia de la pintura.
Carlos Cuartas Foto de Mauricio Ríos
El coronel en persona nos recogió en el hotel y en breve estuvimos frente a un auditórium de kepis almidonado donde cada uno de los oyentes estaba presto a tomar nota en una libreta de lo que se iba a decir bolígrafo en mano. Carlos no era desconocido puesto que ya había dado simultáneas al personal del batallón. El oficial pidió que Carlos hablara esa mañana y a mí me correspondió en la tarde. La intervención del Mago en el plano teórico resultó un éxito rotundo; no por los aplausos formales de la concurrencia, sino porque no daba a basto a firmar autógrafos y ser retratado con cada uno de los presentes. En mi intervención no hubo retratos ni firmas, sino que fui asediado por un aguacero de preguntas que casi me ahogan, porque todos aprovechan para aclarar dudas o conocer lo que no sabían; no importa que no encajara estrictamente en el tema pictural. Me salvó del mal paso el haber estudiado no sólo la historia de la pintura, sino también la del arte. Desde entonces siento aversión por las columnas dóricas y el arte gótico; igualmente fue un éxito porque el coronel me pidió dividir en tres conferencias todo lo que acababa de pronunciar y que los oyentes la alargaron a cinco horas.
El coronel nos pidió que fuéramos al centro del país a otras guarniciones, nos llevaron en helicóptero, siendo la primera vez que los dos montábamos en este tipo de nave. Repetimos lo que ya se había hecho. Estábamos cerca de una ciudad que se llama Maracaibo construida al lado de un inmenso lago del mismo nombre, del que Chávez dice que está lleno de huecos que son lo único que dejaron los gringos luego de sacarle todo el petróleo que tenía. Aprovechando nos fuimos a conocer la ciudad soportando una temperatura infernal que nos obligó por la sed, nos encaminamos al primer bar que encontramos. No habíamos terminado de beber los refrescos, cuando de pronto un vehículo frenó en seco, saliendo de él por las cuatro puertas hombres de civil con metralleta en mano listos a disparar; como una bala se dirigieron a nosotros exigiéndonos identificación. De nuestra parte no nos inmutamos puesto que el coronel nos había dado salvoconductos especiales emanados del ministerio de defensa que nos permitían viajar por todo el país y permanecer indefinidamente en él cuanto lo deseáramos. Sin ninguna preocupación los mostramos y el que comandaba la patrulla nos dijo que no tenían ningún valor, los rompió en nuestra cara, y acto seguido nos metieron en un segundo carro a empellones sin permitirnos pagarle al dueño del negocio por las bebidas consumidas. A unos minutos nos encontrábamos en una celda grande en la sede de una institución policial llamada P.T.J. en compañía de una centena de colombianos con destino a ser deportados a la ciudad de Cúcuta por indocumentados. Esa noche dormimos en el suelo y no cominos nada porque no había nada que comer, ni tampoco en la mañana del día siguiente, sólo una sopa con plátanos y frijoles recibimos como almuerzo al mediodía. El coronel me había dado un teléfono para que lo llamara en caso de necesidad. A una señora de edad se le permitía entrar para que hiciera pequeñas compras de productos higiénicos para el detenido que lo deseara, le dimos el teléfono del coronel y una gruesa propina para que cumpliera nuestro pedido. Se estaba asomando la noche cuando de pronto oímos un tropel de hombres que gritaban y proferían insultos; segundos después soldados tomaban posición en los corredores que nos eran visibles prestos a disparar. Fue entonces cuando vimos al coronel rodeado de muchos de sus hombres los cuales abrieron la celda y nos sacaron de allí. El oficial nos preguntaba sin hacer pausa, qué nos habían hecho al tiempo que nos observaba de pies a cabeza. Aprovechando el desorden los demás compañeros de infortunio salieron con nosotros sin que nadie se lo impidiera. El coronel no cesaba de pedirnos excusas por el incidente; al día siguiente continuamos con los compromisos adquiridos con el oficial. Todo terminó felizmente cuando el helicóptero aterrizó en la zona fronteriza entre Colombia y Venezuela en un pueblito llamado Coveñas, y nosotros sin dificultad, lamento o tristeza, llegamos al Tonchalá.
En la vida del Mago hay un pasaje completamente desconocido, a causa de que puede ser que apenas interesan a los protagonistas, o que no todo se divulga, o se puede contar. Carlos era sensible a lo social. Se cuestionó cómo acabar con las asimetrías en el área. En esa época yo cargaba una llave supremamente pequeña hecha en oro macizo en el bolsillo izquierdo de mi pantalón que pesaba tanto como la de abrir la puerta de una catedral. Se la mostré y le dije: “esta llave es la de los alquimistas”, que como es bien sabido todavía no han logrado convertir los metales burdos en oro; clave para que la sociedad humana sea feliz, si se le mide a la tarea, yo poseo el poder de convertirlo en un cofrade. Diciendo y haciendo. Desde entonces el Mago se le midió a la historia, a la economía clásica y a la filosofía. Fue este el momento en que la pasión por los escaques estuvo en peligro. Se entregó a la filosofía a fondo, empezamos por la Escuela Jónica; de la filosofía antigua el que más lo seducía era Parménides; cuando llegamos a los filósofos alemanes, la emprendió contra Hegel, se encarnizó con la fenomenología. Si todo hubiera llegado a feliz término, seguro que Carlos podría haber dictado una cátedra sobre fenomenología, mejor que cualquier filósofo de diploma. Después de haber seguido todas las instrucciones de los grandes alquimistas, sin excluir a Gerber y a Böttger, iniciamos nuestro primer experimento una madrugada, luego de haber recogido el agua pura del rocío, en una taza de la mismísima porcelana que usara la dinastía Ming, y de haber seguido y cumplido con todos los ritos necesarios, no apareció en el crisol el metal amarillo que esperábamos, sino unos negros fantasmas de ultratumba que nos hicieron emprender veloz carrera, cortándonos la respiración, y Cuartas se enfrentó en esa oportunidad al susto más colosal de su vida. Su humanidad no estaba constituida para soportar las altas tensiones sino que había sido educada y preparada para soportar la angustia que produce estar en inferioridad en una partida, o perderla. A Cuartas le bastó sólo una experiencia para abandonar para siempre el deseo de ser alquimista en pleno siglo XX, quedando mudo sobre el tema para el resto de su existencia.
Carlos Cuartas además de jugador de ajedrez, fue un pedagogo del mismo, en la ciudad de Calí permaneció varios años enseñando el movimiento de las piezas, cosa parecida hizo en otros lugares, fue igualmente un organizador de la citada actividad en todo sitio donde pasó un tiempo razonable, hasta en el exterior, en Suiza trabajó en este sentido. Otro punto en el que se destacó fue en la divulgación, no solamente como simultaneísta, sino que de mañana a la noche, cada vez que tenía oportunidad hablaba de los trebejos. En el seno del ajedrez colombiano se desempeñó como un motor que lo hizo crecer en todas las direcciones, pero fundamentalmente en su calidad. Los campeones que lo sucedieron, empezando por Óscar Castro son el producto de esa tierra que él supo abonar.
Carlos era un conversador extraordinario y un ser muy agradable de tratar, amigo sincero y leal. La noticia de su escabullida me la hizo saber Manuelito Arocha a quien expreso mis agradecimientos, de inmediato la confirmé con Emilio Caro que estaba anonadado. Además, no lo vio exánime porque lo cremaron de inmediato, nueva costumbre ahora en esos suelos, de llevar el cuerpo aún tibio por el calor de la vida, a las altas temperaturas del calor de lo inanimado. La última vez que vi a Cuartas fue en Bogotá, se había vuelto tradicional, estaba casado con una niña llamada Marcela con quien tuvo una hija. Yo venía del campo, bien insertado en el medio. Tosco y ordinario, por donde pasaba todo quedaba lleno de barro. Ella, delicada y discreta, me escribió un mensaje en el espejo del lavamanos que terminaba así: “ Aquí somos muy antiguos, todavía tenemos la fea costumbre de usar agua y jabón”, me reí mucho.
El otro extremo de la vida es inexorable, ante el que todos somos impotentes; por esto, adelantaste una jugada, la tuya, en aquel verso del poeta levantaste anclas para jamás volver.
Más hay también, ¡oh Tierra!, un día… un día… un día
en que levamos anclas para jamás volver;
un día en que discurren vientos ineluctables…
¡Un día en que ya nadie nos puede retener!
(Última estrofa del poema Canción de la vida profunda, de Porfirio Barba-Jacob)