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* CHEMIN SCABREUX

 "Le chemin est un peu scabreux

    quoiqu'il paraisse assez beau" 

                                        Voltaire 

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Publié par VERICUETOS

La catástrofe por Milcíades Arévalo, escritor colombiano

LA CATÁSTROFE

por Milcíades Arévalo

Para no perderme de ninguna maravilla de todas cuantas había a mi paso, continué dando vueltas en redondo, ya perdido en calles oblongas, trapezoidales o en forma de poliedros, repletas de trovadores, golfas y enamorados cantando canciones profanas, ya haciendo trueques con versos, pipas de marfil, sándalo, postales, ungüentos, músicas de Alejandría, laúdes, cascos de guerra, olífonos, revistas de literatura y también de porno con el púrpura encendido del sexo encontraste con los grises y los amarillos del sol de otoño, la torre de oro, las barbas de van Gog; ya perdido en laberintos construidos para detener el paso de las ordalías piráticas de los inquisidores, negreros, misioneros y tratantes de blancas; ya feliz, indocumentado y loco...

A medida que fue pasando el tiempo, todo lo que encontraba a mi paso me parecía cada vez más viejo. La historia se repetía en todas partes, las ciudades no eran nada diferentes unas de otras, los libros podían ser consumidos por el fuego o las polilla. Todo moría. La belleza de la flor, el perfume del bosque, el hombre y sus vanos sueños…

Al llegar al alcázar de Aranda, cuyo escudo era un campo de trigo, un león rampante y bordadura de gules con aspas en llamas, una vez fui acomodado en una de las habitaciones de tan singular edificación, el señor Abedamera me hizo cargo de su biblioteca, construida en lo alto de una torre circular a la que se llegaba por una escalera de piedra que emergía del sótano.

Mi alma crepitada como la fragua en la sed del encantamiento al ver tantos libros que trataban de viajes, contiendas y amores, la mayoría de ellos narrados en primera persona. Para colmo de males en el alcázar nadie leía. A la señora Benazir únicamente le importaba comer, comer y comer. Era tanta su gordura que a donde quiera que iba tenían que llevarla entre dos eunucos en un palanquín. A Saucina, su hija, una moza más llena de bríos que una potranca, le gustaba era perder el tiempo esperando un capitán de fragata que le había prometido casarse con ella y Bella Donna, una muchacha de trenzas doradas y ojos tristes que sólo sabía tocar la flauta.

El último día de carnaval, presumiendo que el señor Aranda y toda su parentela habían salido a ver las comparsas, me encerré en la biblioteca y me puse a leer un manuscrito de holganzas y desvaríos. Después de leer varias páginas en medio del más absoluto silencio, oí pasos en la escalera. Pensé que eran imaginaciones mías y seguí leyendo. Súbitamente se abrió la puerta de par en par y entró Saucina, envuelta en una delgada saya que la hacía ver más desnuda de lo que estaba.

--¡Dios mío, muchacha! –grité confundido.

A Saucina le gustaba pasearse desnuda por donde le viniera en gana, cosa que al señor Abedamera no le importaba porque era ciego, pero la señora Benazir nunca la dejaba andar sola por el alcázar porque tenía miedo que a su hija le nacieran alas.

--No pensé que estuvieras aquí --dijo a modo de excusa y se cubrió la cara con la saya.

--Los libros me tienen preso –me quejé.

Saucina cerró la puerta, dio una vuelta alrededor de la biblioteca, pasó la mirada por encima del manuscrito que yo tenía en el atril, hizo girar el mapamundi, le dio de comer al pez rojo del acuario; nada le llamó la atención, absolutamente nada.

--¿Para qué lees tanto? –me preguntó fastidiada.

A Saucina qué podían importarle los libros si vivía enamorada del capitán de una fragata que nunca terminaba de llegar al puerto. La señora Benazir, pese a su ignorancia, era la única que vivía apegada a las costumbres en este mundo. Yo trataba de hacer lo mismo para que el tiempo me alcanzara con la diferencia de que cada vez que abría un libro salía volando un pez, un dragón o una muchacha desnuda...

--¡Para saber lo que no sé! –le dije como si con eso le callara la boca para siempre.

--A mi ni siquiera me importa saber en qué mundo vivo –respondió mirando el huevo de cuarzo que reposaba en el escritorio. Lo tomó y lo puso a contraluz.

Deseé que desapareciera de mi vista lo antes posible o de lo contrario yo quedaría más ciego que el señor Abedamera, pero ella no tenía la culpa. Le pregunté por Bella Donna.

--Está en el sótano --dijo displicente.

El sótano había sido construido de tal modo que un simple suspiro pudiera oírse en la biblioteca. Era oscuro y húmedo, oloroso a salitre. En tiempos de la inquisición lo habían utilizado para encerrar a las mujeres adúlteras, a los bujarrones y a los infieles.

--¿La dejaste encerrada? --le pregunté alarmado.

--¡No soy tan cruel! A Bella Dona le gusta más el potro de los tormentos que tocar la flauta.

Por la ventana se alcanzaba a divisar el mar bajo la luz meridiana y su oleaje de gaviotas rasgando el horizonte, el faro a la entrada de la bahía, las faenas de la marinería en el malecón y a los vendedores de especierías que pululaban por el puerto.

La sirena de un barco se oyó en la distancia. Sausina se subió a la ventana, se quitó la saya y comenzó a agitarla por entre los barrotes de la ventana.

--¡Un barco! ¡Un barco!

Las gaviotas habían inundado el cielo de plumas y no se alcanzaba a divisar el faro a la entrada de la bahía.

--¡Oh, Dios! Todo está muy oscuro, no veo nada –le dije.

--Te estás quedando ciego --dijo y continuó agitando su saya. Viéndola a la luz de mi soledad, Saucina era puro pecado, adorable pecado, inolvidable pecado.

Mi corazón tembló como un pez en el fondo de un reloj de arena. Al señor Abedamera le había ocurrido que de tanto leer se había quedado ciego, viviendo en un espacio intemporal donde las cosas sólo tenían forma que su imaginación les daba y no como eran realmente. Posiblemente a mí me iba a pasar lo mismo.

--Mi obligación primera es creer en todo lo que veo, según las reglas. Y según las reglas no veo ningún barco en el horizonte --le dije.

--Si quieres verlo o no es cosa tuya. Estoy enamorada.

--Los enamorados dicen una cantidad de barbaridades que terminan por perder el seso –le dije decepcionado. Saucina podía pensar todo lo que quisiera de mí, para eso era bella, para gastarse la vida soñando con el capitán de un barco y no entre los libros que terminarían por confundirle el cerebro.

Me sentí incómodo. Le pedí que me dejara solo, que se fuera por donde había venido, que la señora Benazir ya la estaría buscando, pero ella arrancó una cayena que se asomaba por entre los barrotes de la ventana y comenzó a comerse los pétalos, y fue como si un relámpago la iluminara en todo su esplendor….

--Seguramente era un barco de náufragos --la consolé.

--Los hombres ni siquiera ven la belleza cuando la tienen delante de sus ojos.

--¡Ay, Saucina! Tu inocencia me enceguece.

Un viento helado estremeció la torre dispersando las hojas de los libros por doquier y Saucina, presa del pánico, saltó a mis brazos y se puso a llorar. Y de pronto comenzó a llover torrencialmente con el tamaño de un miedo y muchas furias y el cielo no fue ya lo que era sino un abismo de oscuridad azotado insistentemente por los relámpagos.

–Va a llover --le dije.

No eran imaginaciones mías porque cayó una gota sobre mi cara y después otra sobre su pecho y se desgajó el aguacero... Después tantos meneos y consideraciones acerca de la felicidad y de lo bello que podía ser el mundo, Saucina se dio cuenta que yo también estaba desnudo y me besó.

Cuando Bella Donna volvió a tocar la flauta dulce, Saucina bajó las escaleras dando salticos de dos en dos y yo me quedé pensando si realmente el señor Abedamera era ciego o el ciego era yo… pero he aquí que las gaviotas buscando guarecerse de la tormenta entraron por la ventana, el agua inundó la biblioteca y de todo lo que había allí, apenas quedó una masa informe de papel.

Muchos años después, el capitán de un bergantín que venía para el puerto a visitar a su novia, vio en el mar miles de hojas que más parecían gaviotas volando en el agua que peces flotando en el aire, fenómeno que atribuyó, no al amor sino a un error en las cartas de navegación, y cambiando de rumbo se fue para otro puerto.

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