En el Santuario de la niña Omaira
por Pablo Andrés Martínez Silva
La noche del 13 de noviembre de 1985 cuatro lahares – flujos densos de material piroclástico, sedimento, escombros y agua -, descendieron por las laderas del Nevado del Ruiz, entraron al valle formado por el rio Lagunilla y sepultaron el municipio de Armero. Horas después, con las luces del nuevo día, el piloto de una aeronave que cubría la ruta hacia Bogotá informaba que la segunda ciudad en importancia del departamento del Tolima había desaparecido.
El momento de este episodio, tan solo ocho días después de los acontecimientos del Palacio de Justicia, tomo por sorpresa al país. Equipos de rescate de los municipios cercanos intentaron aproximarse, enfrentándose a la magnitud de la catástrofe: la extensa planicie donde antes existía un próspero municipio, se encontraba ocupado casi en su totalidad por un espeso lodo café con tres o cuatro metros de profundidad. Los testimonios de aquellos que vivieron esas primeras horas, replicados posteriormente por periódicos y noticieros radiales y televisivos, hacían mención a “cuerpos y cadáveres sin par”, a “gritos de agonía de moribundos”, a “un olor de putrefacción” que cubría el ambiente, a la “desesperación de los sobrevivientes” que no daban crédito ni entendían lo acontecido.
Luego de la conmoción inicial, se inició la respuesta por parte del Estado con alguna ayuda internacional, la cual se encontraba concentrada en una ciudad de México que semanas antes había sido azotada por un sismo de 8.1 en la escala de magnitud del momento. Fuerzas Armadas, Defensa Civil y Cruz Roja participaron en las operaciones, las cuales implicaron la improvisación de hospitales al aire libre, campamentos temporales para sobrevivientes y voluntarios, y un manejo poco convincente de suministros y ayudas, lo cual reflejaba la escasa preparación del país ante este tipo de eventos. Junto a estas operaciones, otras, basadas en rumores, eran llevadas a cabo por sobrevivientes y familiares buscando a los suyos, así como por los medios de comunicación que buscaban desde todos los ángulos producir primicias y titulares.
Ocho días después fueron suspendidas las operaciones de rescate, e inició lo que para algunos de los sobrevivientes es la “Tragedia de Armero”: un inventario de hechos posteriores a la desaparición del municipio. El primero de ellos, la revelación de información que, leída en retrospectiva, permitía afirmar que la mayor parte de las 23.000 víctimas habrían podido salvarse con medidas como la destrucción de una presa natural del rio Lagunilla en la zona de El Sirpe, el ajuste de los planes de evacuación local y la voluntad política para la ejecución de unas acciones preventivas. Luego, se hace mención a los sobrevivientes menores de edad dados en adopción al extranjero, sin el consentimiento de padres y familiares – “los niños de Armero”. La presencia en el área del desastre de “avalancheros”, quienes buscaban riquezas de joyeros, ganaderos, guaqueros e incluso la bóveda del banco, sepultadas entre el lodo y los escombros, es rememorado como un tercer hecho. Cuarto, la reubicación de los armeritas en los centros poblados de Lérida y Guayabal, junto a otros ciudadanos procedentes de diferentes regiones del país que se hacían pasar por sobrevivientes. Y finalmente, la sucesiva transformación del escenario de Zona de Desastre a Camposanto, y de Camposanto al llamado “Parque de la Vida”.
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Junto a la “Tragedia de Armero” surgió, en sobrevivientes y vecinos, un nuevo espacio simbólico que buscaba dar sentido a este episodio. Pronto se recordó la muerte del párroco Pedro María Ramírez, el Mártir de Armero, acaecida poco después del Bogotazo, a manos de los habitantes de este municipio de profundas raíces liberales, lo cual le valió el apelativo de “pueblo matacuras”. Este sacrificio, con profundas connotaciones religiosas y políticas, fue para muchos el inicio de una maldición para el municipio, el momento donde se cifró el destino de Armero, la ruptura de un equilibrio con unas fuerzas invisibles e inexplicables.
Circuló luego una supuesta frase atribuida al Obispo de Ibagué, quién fue el encargado de recoger los restos de Pedro María, los cuales se hallaban en velación por prostitutas de la Zona de Tolerancia del municipio. Se dice que este arrojó una sentencia lapidaria – “Aquí no quedará piedra sobre piedra, y lo que destruirá Armero lo tiene justo al frente (el Nevado del Ruiz)”-, la cual según algunos se encontraba inscrita de una forma particular frente a la Iglesia – “Aquí cayó el padre Pedro María Ramírez, víctima de los vituperios y atropellos del pueblo y aquí no quedará piedra sobre piedra”. La maldad enviada por el Obispo adquiría realidad ante el hecho que del municipio, entre el barro, solo emergía parte de la torre de la Iglesia, y de los barrios poco perjudicados eran aquellos que hacían parte de la Zona de Tolerancia.
Para otra parte de la población llamó la atención que el cementerio, ubicado en una parte alta del desaparecido municipio, hubiese quedado intacto: un cementerio que corona un camposanto. Esta curiosidad colocó a Armero en una geografía mítica, la geografía de los “entierros”, las cuales vinculan poderosas historias populares como las del mohán-guaquero-español-devenido-en-indígena Juan Díaz, los túneles de riquezas que comunicaban con el municipio vecino de Mariquita, y como no decirlo, con las lides brujescas puestas en práctica en la zona, que han llevado al desenterramiento de los cadáveres del cementerio original.
Una tragedia que comprende muchas tragedias, chivos expiatorios llevados al sacrificio, cementerios con cadáveres desenterrados que coronan un camposanto, mitos populares que relacionan la Muerte y la Riqueza: esto es Armero treinta años de después. Y en todo esto, ¿cómo no podría emerger una nueva santa?
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Mi memoria sobre Armero, al igual que la de toda mi generación, es Omaira Sánchez. Ella, una niña de 13 años con cara redonda, sostenía su mano derecha en una viga de madera y extendía el cuello buscando mantener la cabeza fuera del lodazal. Con una mirada cansada, ojeras marcadas, la piel con signos de hipotermia prolongada, se dirigía a las cámaras, y con voz pausada y débil interactuaba con un periodista de acento español.
Quienes al otro lado de la televisión contemplábamos a Omaira, nos hacíamos la misma pregunta: ¿por qué no la retiran de ese lodazal? Con las horas se empezó a revelar las dificultades para realizar esa extracción. Nos informaron que sus piernas se encontraban atrapadas entre los escombros y los cuerpos de sus familiares. Personal de la Defensa Civil se sumergía junto a su cuerpo, y emergían explicando la dificultad de la situación ante las cámaras mientras aprisionaban un cigarrillo. La impotencia de los rescatistas se transmitía por las pantallas de televisión, y un público que aún no entendía la magnitud del episodio, lo experimentó como si fuera propio.
Al igual que con el municipio, surgieron informaciones contradictorias. Se mencionó que para salvar a Omaira se necesitaría una motobomba existente en la capital del país, pero que el Estado no se movilizaba a suficiente velocidad. Se mencionó que se debía usar tecnología privada para levantar los escombros, pero estos habían solicitado un pago previo por parte de la presidencia. Se mencionó que los médicos debían amputarle las piernas para darle oportunidad, pero ninguno de ellos se atrevía heroicamente a hacerlo. Y ante estos desencuentros informativos, a los ojos de unos colombianos perplejos, el 16 de noviembre de 1985, Omaira falleció.
En esas casi sesenta horas, observamos a una niña esperanzada en continuar con sus juegos escolares, con deseos de ser reina de belleza en Cartagena, agradecida con los esfuerzos de los rescatistas, que poco a poco se hacía consciente de su desenlace y destino, el cual aceptaba con profunda serenidad y humildad. Ante el televisor vimos su transición a mujer, mediada por la muerte.
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Años después me encuentro en la ruta que comunica Mariquita con Ibagué. Mi interés en la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, razón por la que me encuentro en medio de estas planicies cortadas por la Cordillera de los Andes, se ha volcado a los acontecimientos de 1985. Omaira viene a mi memoria mientras a baja velocidad atravieso Armero-Guayabal y, junto a la carretera, una zona verde longitudinal con canchas y juegos infantiles en mal estado se identifica como “Parque Conmemorativo Omaira Sánchez”.
Luego de algunos minutos, un letrero en color blanco y café, los que desde hace algunos años son usados para señalar lugares de interés para el viajero, indican que estoy entrando al lugar de los acontecimientos. A lado y lado de la vía se observan las ruinas de algunos edificios enterrados y consumidos por la vegetación: esta debió ser una de las partes altas del municipio original. Mientras baja la velocidad, aparecen más construcciones y vendedores se acercan a la ventanilla a ofrecerme el DVD editado que sintetiza lo ocurrido hace treinta años.
A mi izquierda, en medio de una de estas construcciones, un letrero pintado señala la existencia de un museo: este es una sala de exposición permanente de fotos de la vida cotidiana de Armero, acompañados de testimonios de algunos de sus sobrevivientes, muchos de los cuales son producto del trabajo de la Fundación Armando Armero. Las fotos evidencian la prosperidad del municipio, su relevancia, sus usos y costumbres, los cuales eran evidentemente similares a los de otras poblaciones de esta región del Tolima. Las imágenes dan presente al episodio, lo actualizan, invaden al visitante y lo “sitúan”: la vida se detuvo aquella noche de noviembre.
Metros más adelante otra valla más grande anuncia el “Parque de la Vida”. Su entrada es una vía ancha y destapada en medio de la arboleda. Dejándose llevar por esta ruta encontramos los únicos elementos diferentes a ruinas y tumbas en el “Parque”. Una de ellas, la icónica cruz donde el 6 de julio de 1986 el papa Juan Pablo II se arrodilló y pronunció su famosa oración por la población desaparecida, esa misma que inicia: “Padre celestial, de quién procede todo bien, recibe compasivo en tu seno misericordioso a tantos hermanos nuestros aquí sepultados por las fuerzas de la naturaleza…”. Esa misma, en versiones abreviadas y extensas, es ofrecida por algunos vendedores, que se presentan como “sobrevivientes”, a manera de recuerdo turístico, junto a bebidas para apagar la sed en medio del calor.
Además de la cruz, existe una construcción de cuatro pilares, los cuales se unen en la altura, haciendo una circunferencia que deja ver el cielo. Cada pilar cuenta con una reproducción en relieve, las cuales revelan un acercamiento, un zoom del municipio en esos momentos previos a que los lahares la cubrieran. Ya en este punto los vendedores se ofrecen como “guías” improvisados para “hacer el recorrido por Armero”.
Fuera de estas dos construcciones, el paisaje de árboles y maleza se interrumpe por la cúpula de la torre de la Iglesia, por monumentos a la memoria de la población – a nombre de sindicatos, de barrios y municipios colombianos y extranjeros -, por cruces y losas que recuerdan familiares en los lugares donde metros bajo el barro y lodo ya endurecido se suponen que yacen, generando un mapa invisible del municipio. Sigo ese mapa, al cual se le sobrepone el recorrido del “Parque”, el cual se encuentra estructurado como un simple anillo vial. En cada paso la sensación de vida detenida bajo mis pies se incrementa.
Es mediodía. El calor, el sudor, las picaduras de mosquitos y esa extraña sensación hacen la caminata poco agradable. Sin embargo no me puedo ir sin conocer el lugar donde falleció Omaira, el lugar de mi memoria sobre Armero.
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Un letrero pegado a un árbol indica que estoy a escasos metros del “Santuario de la niña Omaira”. Lo primero que llama la atención del lugar es la cantidad de visitantes, algunos de los cuales llegan caminando desde la carretera. De los parlantes que penden en las casetas improvisadas, sale el mismo acento español de las noticias ahora recordando ese momento, los esfuerzos por salvarla, la sensación de impotencia. En estas casetas se ofrecen recordatorios con la clásica foto de Omaira, la toma de Frank Fournier, que diera la vuelta al mundo y fuese premiada en 1985, así como al finalizar la década. Hay almanaques, llaveros, escapularios, imágenes, collares, entre otras muchas cosas, así como una “Novena de la Niña Omaira” que se puede llevar por dos mil pesos. Omaira me observa desde todos los ángulos.
De la eficacia de la “Novena” dan cuenta muros cubiertos de acciones de gracias alrededor de la lápida original. Existen acciones de gracia de todo tipo: por enfermedades, por trabajo, por suerte e incluso por liberación del secuestro – Alan Jara, gobernador del departamento del Meta y ex secuestrado de las FARC, visitó a la niña Omaira y colocó su respectiva acción de gracias. Además de estas, destacan construcciones como una pequeña casa para colocar las veladoras, jaulas metálicas con un Divino Niño, la Virgen del Carmen o muñecas de trapo, así como un cajón donde en papel se depositan las peticiones a la niña. Colgadas y amarradas a las barras de jaulas y cruces, se encuentran escapularios, collares, manillas y más muñecas.
Según los vendedores, “la niña no falla”. En medio del tumulto, un hombre afirma que “a la niña la van a santificar en el 2015, en los treinta años de Armero, cuando venga el papa Francisco”. Ante esta seria afirmación unos deciden comprar la novena, otros escriben su petición y la depositan en el cajón, algunos compran un collar o manilla el cual proceden a amarrar. Otra voz, esta vez femenina anuncia que “Omaira será la segunda santa después de Laura”.
La niña Omaira es una santa popular eficaz, tanto así que, ante la evidencia de ciertos milagros, la Iglesia Católica ha pensado en adoptarla. Con cada nuevo aniversario son más los hombres, mujeres y familias que afirman ser beneficiarios de su intermediación. Y estas notas se transmiten por diarios y noticieros tanto locales como nacionales incrementando las visitas al Santuario. El lugar se ha convertido en un destino más de peregrinación, en competencia con Chiquinquirá, Monserrate, Buga, Las Lajas y muchos otros de nuestra geografía religiosa.
El acento español que sale de los parlantes me recupera de un breve periodo de introspección. Es mediodía. El sol cae sobre mi piel expuesta a las picaduras de mosquitos. Siento algunas gotas de sudor que caen por mi cuerpo en el intenso calor del mediodía. La impresión de la vida detenida bajo mis pies se hace muy incómoda. Cientos de Omairas continúan observándome.
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La santificación popular de Omaira es solo una de las múltiples consecuencias de los acontecimientos del 13 de noviembre de 1985. Dicha santidad surge, por una parte, de esa transformación de niña inocente a mujer consciente mediada por la muerte, de la resignación y aceptación de su destino, lo cual se encuentra arraigado en lo más profundo de nuestro catolicismo.
Pero de otra, de su condición de mártir. Un martirio producto de la inoperancia del Estado, evidente en la “Tragedia de Armero” y la imposibilidad de contar con una motobomba; de la incapacidad de los colombianos de ser tolerantes - como en el caso de Pedro María Rodríguez -, o solidarios – como lo expresa el rumor del préstamo de la tecnología o la incapacidad de los médicos; y finalmente, como víctima inocente de una maldición de sus ancestros.
El culto a Omaira es una forma de enfrentar nuestra condición humana. Es una de las tantas maneras de encontrarle sentido a las anomalías de nuestra sociedad.
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Hace treinta años se detuvo la vida en Armero. Probablemente, como muchos otros años, una lluvia de pétalos de flores caerá en el “Parque de la Vida” imitando la ceniza de los días previos a los acontecimientos ya recordados.
Y sabremos si un segundo santo padre visita este lugar.
Y sabremos si se santifica a la niña Omaira.
Y sabremos si la novena será canónica.
Esa misma novena que compré, por si acaso.
Version en francés : http://www.vericuetos.fr/dans-le-sanctuaire-de-la-jeune-fille-Omaira