Fominaya de Gabriel Uribe
LAS CONMEMORACIONES A LA VICTORIA
SON ARDIENTES ALEGRIAS CON MANCHAS DESCOLORIDAS
SI NO HACEN PRESENCIA LOS PERDEDORES
París, junio de 2010
Por Efer Arocha
Algunos países de América Latina celebran el bicentenario de su independencia del dominio español, entre los cuales se encuentra Colombia. Las efemérides, sobre todo cuando éstas referencian los espacios libertarios de las naciones, ameritan el fastuo donde la pompa blasona oropeles merecidos, pero también avalan destacando pírricas batallas, y en ocasiones ensalzan héroes de participación secundaria cuyo desempeño aparece nubloso o prácticamente nulo, en razón de que sus combates han sido imaginarios, y en consecuencia su presencia militar sólo nos puede exhibir espadas de cartón. También se falsean fechas obedeciendo a intereses no muy loables, es caso del 20 de julio en Colombia, escogida para celebrar su independencia. En el Acta bogotana el lector riguroso encontrará que en ella no se declara ninguna independencia de España; en cambio, en Cartagena en fecha anterior a la mencionada sí se encuentra una declaración de independencia, u otra en el mismo sentido en la ciudad de Monpós. Lo que causa una verdadera hilaridad al bucear los acontecimientos es la completa ausencia del combatiente común. Los hijos del pueblo de aquel entonces no aparecen por parte alguna, no obstante de ser esas masas guerreras sin nombre las verdaderas vencedoras en el campo de batalla. Para mencionar un solo caso se me viene a la memoria los hermanos Almeida, llamados los guerrilleros de la sombra. A otros se les zahiere, ridiculiza y vitupera, a pesar de haber participado en numerosas batallas en compañía de connotados guerreros y además ser el vencedor en Tenerife, aludimos a Joseph Hermógenes Maza. Los codificantes de la historia denominan a estos personajes que funden la montonera, con el calificativo de la micro historia, terreno rico por su fertilidad y completamente virgen para los estudiosos de la Gran Colombia. Sin embargo, se emplea otro recurso, el banal y superficial, para acrecentar nuestra gloria frente al vencido; todas las baratijas en las Plazas de Mercado son susceptibles de comprar, para luego ennoblecerlas con el dorado de lo heroico; medio sólido que construye los cimientos de nuestra nacionalidad, forjado ahora en un orgullo del pasado. Para engrandecer los mitos fundadores todos las herramientas resultan legítimas. Es por esto, que nuestros héroes, sin que ellos sean culpables por las responsabilidades ajenas, aparecen un tanto empañados por la tergiversación ante la mirada objetiva del análisis imparcial. Esto por una parte, porque de la otra, al enemigo sólo se le reconoce las calidades y méritos que son útiles para abultar nuestro pretérito. De ahí que nuestra historia, al igual que todas las historias del mundo, no son otra cosa que memoria amañada escrita por el vencedor de turno.
Para escapar de esa fatalidad que conduce al zanjón de la injusticia en la dimensión de los hechos reales en el plano de la memoria, la revista Vericuetos ha decidido publicar una novela de carácter histórico, dedicada a un oficial de poca trascendencia del ejército realista; fuerza perdedora en la contienda que nos ocupa. Hasta donde pudimos averiguar nuestra actitud resulta inédita. En lo que concierne a novela histórica, entendemos el género como una recreación ficcional del periodo tratado, donde el texto literario no es ensayo, biografía, ni mucho menos simple registro de los hechos verídicos, como tampoco una muleta de la historia que explica lagunas de la misma. Ella es histórica en tanto que es verosimilitud de un pretérito determinado que mediante la herramienta de lo categorial-estético adquiere la capacidad de alumbrar en la caverna del pasado todos esos territorios agrietados sin posibilidad de visión, donde la opción de luz es denegada, la cual le permite crear mundos que ofrecen lecturas posibles inaccesibles al derivado de los acontecimientos reales.
Su autor es el escritor Gabriel Uribe Carreño oriundo de Socorro, departamento de Santander en Colombia, actualmente vive en Estrasburgo, Francia. Ya ha escrito otra novela histórica, Maquiavelo en Verona. Igualmente ElRetrato de Cecilia Tovar, que es una novela, y una biografía de Nicolás Maquiavelo, entre otros textos.
Quinta Fominaya en el Socorro, Santander
La novela próxima a salir tiene como título Fominaya que es el apellido del ascendido a coronel en el mes de abril de 1816 por el pacificador Murillo, rango que refuerza el nuevo cargo de gobernador de la provincia del Socorro que a la sazón era la más pujante por su riqueza, en el reino de la Nueva Granada.
Antonio Fominaya nació en la Villa de Moreto, y de acuerdo con las constancias del arzobispado de Toledo vio su primera luz el día 3 de noviembre de 1769. Hijo de una familia noble de la región. Su padre don José Fominaya y su madre Tomasa García. El joven inició su carrera militar enrolándose en las armas reales, en la prestigiosa Guardia de Corps, en el año 1789. En 1791 llegó a Cartagena de Indias con el grado de subteniente. Su papel preponderante en la historiografía colombiana lo desempeña en la provincia del Socorro, región sobresaliente en la independencia de Colombia y lugar emblemático hasta hoy por la rebeldía de los sectores populares de ese país, puesto que fue allí donde se dio la insurrección de los comuneros que liderara José Antonio Galán, héroe de las masas oprimidas de Colombia y estandarte de los grupos rebeldes, hoy todavía en lucha. Su actuación se caracteriza por contarse entre uno de los mayores enemigos de las huestes libertadoras. En el ejercicio de gobernador persiguió implacablemente a los insurrectos. A este respecto encontramos en la obra de Horacio Rodríguez Plata, titulada La Antigua Provincia del Socorro y la Independencia, señalamientos pormenorizados de confiscaciones, condenas a trabajos forzados, exacciones en dinero y en especies, fusilamientos detallados y otras acciones de oprobio. El reverso de la moneda lo constituye el trabajo de los presos políticos que sirvió para mejorar las obras públicas tales como caminos reales, puentes, acueductos, plazas públicas y otras obras de interés general. Notable progreso alcanzó la provincia durante su mandato. La importancia histórica y la dimensión política del novelado se encuentra en una carta de Lucas González enviada al virrey Sámano, fechada el 29 de octubre de 1819, en San José de Cúcuta: “Se asegura que el comandante general (Barreiro), en unión del coronel Francisco Jiménez se hallan a los extremos de uno de los cuartos del colegio de San Bartolomé, en Santa Fé, con una barra de grillos cada uno, prendida al suelo, y con una cadena que coge un pie de uno y otro. El teniente coronel don Antonio Fominaya, el capitán Molinos y los padres Capuchinos se encuentran en otra pieza”. En febrero de 1920 lo encontramos en Quito bajo el mando del general Aymerich, quien lo envió al año siguiente para Venezuela, a tratar con Bolívar asuntos de la guerra convenidos entre Bolívar y Morillo. Para 1921 se le encuentra en la villa del Rosario de San José de Cúcuta, donde él anuncia su regreso eminente a España. Es la última noticia que tenemos del personaje en cuita, lo demás lo encuentra el lector en la obra, un abultado texto de 350 páginas. Publicamos un breve aparte como anticipo del paladeo que ofrece esta novela ajena al interés comercial, pero de exquisito sabor para el lector exigente que se reconoce en el buen texto literario.
Vericuetos 24
… En ese mundo de entera monotonía que era Charalá para las dos hermanas, a veces sucedían pequeños milagros. Así se lo dijo María de los Ángeles al hijo de Fominaya cuando éste vino de nuevo. Ahora, vestía de civil y María de los Ángeles comprobó una vez más que el hijo era el polo opuesto de su padre. A la edad que tenía el hijo ahora, Fominaya era uno de los hombres más apuestos de la provincia. Este que ella estaba viendo parecía un viejo. El pelo ralo, aunque sin canas y sin arrugas, pues estaba todavía lejos de eso. Pero tenía un aspecto total de persona cansada. La única cosa importante que dijo ese día fue que se había retirado de la vida militar. Lo demás, verdadero motivo de su visita, a María de los Ángeles le parecieron anécdotas sin trascendencia. Contaba que su padre, a la cabeza de un grupo de indios alzados que acaudillaba un cura doctrinero, había muerto a consecuencias de una emboscada. Había sucedido en el sur del país. Para escapar del fuego enemigo tuvieron que atravesar un río. Y María de los Ángeles recordó, mientras lo oía, la descripción del fantasma de su marido tal como se la hizo el doctor Castelblanco y revivió la imagen del viejo militar empapado y titiritando de frío, tomándose la pócima vivificante que el doctor le diera durante la última entrevista de los dos hombres en esta tierra.
CLIX
El cura se había alzado porque no soportaba más la injusticia, contaba Toño. La injusticia más grande la padecían los pobrecitos indios, que acudían a él en procura de alivio. Querían un remedio a sus males en la tierra antes de alcanzar la paz del cielo. Para conquistar la tierra no había otro camino que el de las armas, les dijo el cura. Al principio fueron un grupito, después una verdadera montonera. Se tomaban los pueblos sin disparar un tiro. Iban liberando zonas, como el cura decía. Pero cuando tuvieron que enfrentarse con tropas del ejército regular, su suerte cambió. Era cuestión de experiencia militar, y el cura en eso era un lego.
Escribió al gobierno de Quito, pidiéndole ayuda para hacerle la guerra a los oligarcas de Bogotá. (El hijo de Fominaya le explicaba a María de los Ángeles que la capital se llamaba ahora Bogotá simplemente, las palabras "Santa Fé" el Libertador las había suprimido por considerarlas vocabulario de españoles, y María de los Ángeles se rió y le dijo que eso no importaba, que tarde o temprano otro gobierno volvería restituirlas y la gente volvería a llamar la capital Santa Fé de Bogotá, como siempre, porque en el fondo nada cambiaba este país tan amigo del cambio, las cosas eran y serían como habían sido por más ideas modernas que se implantaran, todo, todo volvía a lo mismo.) El gobierno de Quito tenía intereses en la zona sur del país, donde se batía el cura, pero no tenía la intención de comprometerse abiertamente en un conflicto que iba más allá de sus fronteras. Enviaron un instructor militar, único recurso que podían aportar.
Y así estaban las cosas, el cura enmontado con sus indios, esperando la salvación del Sur, que vendría según lo esperaba él de un gobierno situado más al sur, el de Quito. Cuando le anunciaron en su campamento la llegada del instructor, se tiró de rodillas a dar gracias a Dios. Pero cuando vio en persona al instructor que le habían enviado los de Quito creyó que se trataba de una burla. No sólo era un viejo, sino un hombre que apenas podía caminar.
El viejo, por su parte, también se llevó una sorpresa. Esperaba encontrarse con un grupo de hombres resueltos al combate, aunque ignorantes en las artes de la guerra. Se encontró en cambio con una muchedumbre de indios tristes, sumisos y obedientes al cura.
Un mes de instrucción, sin embargo, le bastó al viejo para demostrar de qué cosas era capaz una férrea disciplina. En el primer combate que tuvo lugar, las huestes del cura desbarataron un cuerpo de tropa regular. Se hicieron de armas, que falta les hacían. Tomaron prisioneros, pero el viejo dio la orden en seguida de que los dejaran ir. Se fueron y, como el viejo se lo esperaba, regaron el cuento por todas partes, contando que los indios del cura rebelde los habían derrotado. En los siguientes combates todo fue más fácil. Y con la fama de invencibles crecía la hueste.
El viejo se hacía llevar a espaldas de un indio hasta el lugar mismo del combate. El cura se quedaba rezando, no muy lejos. Rezaba hasta que cesaban los disparos. El viejo se había inventado la manera de intervenir personalmente en la pelea. Un indio, con el espaldar de la silla amarrado con un cordel a sus espaldas, lo transportaba. El viejo iba cómodamente sentado. A los lados, otros dos indios portaban las armas. Después de haber dado instrucciones a los diferentes jefes de la hueste, el viejo esperaba que se iniciara el combate. Luego, en el momento que él juzgaba decisivo, intervenía. Con un grito de guerra se lanzaba al ataque. El indio que lo llevaba a cuestas partía como una flecha hasta el punto exacto que el viejo había escogido como objetivo y que muchas veces era una trinchera, un parapeto enemigo, una columna mal alineada. Al llegar al punto designado por el viejo, el indio, dando la vuelta sobre sí mismo, quedaba plantado en el suelo, inmóvil, y el viejo le daba la cara al enemigo. Entonces los indios que iban a su lado cargaban las armas y se las pasaban al viejo que no hacía otra cosa que disparar. Certeramente los tiros disparados casi a quemarropa daban en el blanco. Y el viejo y sus tres indios parecían entonces una máquina infernal, un aparato de guerra como nadie había visto por esos lados, que ahora avanzaba por entre las filas enemigas, lentamente, incontenible.
Las poblaciones se rendían sin combatir. La gente hablaba de una especie de diablo que escupía fuego. Los cuerpos de tropa regular evitaban los encuentros. Entonces el gobierno de Bogotá envió una tropa veterana. El viejo, cuando evaluó los informes que sus espías le dieron, supo que contra esa tropa no podría hacer nada. El único recurso era escapar y aún para escapar había que desplegar todo el talento. Decidió tenderles una emboscada, cuando se presentara la ocasión, quebrantarles la moral intempestivamente y desaparecer luego, para siempre. Le bastaría para su orgullo de militar curtido dejarles ese recuerdo. Pasaron semanas en las que toda su táctica consistió en dejarse ver por las avanzadas de las tropas capitalinas y desaparecer en seguida. Todo lo anotaba en su mapa y estaba seguro de poder saber un día por dónde podría burlar el cerco invisible que los veteranos le habían tendido. Un cerco que no se veía con los ojos sino que se descifraba interpretando los movimientos del enemigo. El cura no entendía, andaba muy preocupado, rezaba más de la cuenta. El viejo ya ni consultaba a sus espías, era innecesario, estaba seguro de saber todo lo que quería. Le hablaba al cura como si hubiera visto las tropas capitalinas con sus propios ojos. Cada atardecer le hacía un recuento. Le decía cuántos eran los que estaban más próximos guiándose sólo por los rastros que dejaban. Le explicó el tipo de armas que tenían y cuántos oficiales había en cada cuerpo. A más tardar dentro de una semana se podría atacarlos, le aseguró una noche, después de la oración, excitado por la perspectiva de habérselas con verdaderos veteranos. Al día siguiente fueron ellos los que sufrieron una emboscada.
Era la primera vez que eso les sucedía, los indios no estaban preparados. Para ellos fue el fin del mundo. Cuando les cayó encima el fuego enemigo el único refugio que encontraron fue el pánico. El viejo le dio la orden al indio que lo llevaba a cuestas de que se tiraran al río…