Sobre Pablo Montoya y su obra literaria
PABLO MONTOYA EN SALAMANCA, “LEJOS DE ROMA”
Y AUN MAS LEJOS DE PARIS
Por Fernando Aínsa
Hacía tiempo que no sabía de Pablo Montoya. Lo había conocido en 1997, hace ya doce años, en la presentación de su libro de relatos La sinfónica y otros cuentos musicales en uno de esos actos culturales solidarios con América Latina que se celebraban en la triste banlieu parisina, donde siempre había un conjunto vagamente andino con bombo, charango, guitarra y quena, que tocaba cumbias; un estratégico poster del Che Guevara; un puesto de venta de empanadas chilenas y representantes de la variopinta diáspora del continente, entre los cuales estábamos Pablo y yo. Rápidamente descubrí que el autor de ese libro de relatos uncidos por el amor a la música era una rara avis, ajeno a todo estereotipo del colombiano for export que se suele ver en esos actos de los centros municipales de las afueras de París. Espíritu fino, elegante y sutil, del que la lectura de La sinfónica me corroboró su originalidad literaria.
Cinco años después seleccioné el cuento “El musitrón” para una antología de cuentos —Siete latinoamericanos en París— que preparé para la Editorial Popular de Madrid. En la introducción afirmé: América Latina tiene muchas y variadas dimensiones. La de la pura invención, por ejemplo. En Musitrón, el colombiano Pablo Montoya describe un original instrumento, que da título al relato, inventado por un curioso personaje, el viejo Trote, especie de mezcla de luthier y de ferretero, habitante de un suburbio extramuros de la ciudad colombiana de Tunja. El Musitrón permite descomponer sonidos, “incluso el silencio”. Su timbre es la sucesión, separada o simultánea, de todos los timbres existentes. El inventor explica al atónito protagonista del relato: “He construido un instrumento que no se toca; al contrario él toca a sus intérpretes. Les extrae sus fantasías, los horrores, sus éxtasis, y los vuelve sonido. Lo que se escucha es el timbre, la tesitura, el ritmo, los intervalos de una música que es la esencia del ser de cada hombre”. El Musitrón no sólo suena como un oboe, un órgano de fuelles o “una campanilla para llamar a comer”, sino que también reproduce voces de la naturaleza conocidas como el trueno, el viento o el correr del agua, y las que “la conciencia se niega a aceptar porque existen ocultas en los miedos que guardamos”. Gracias al Musitrón, además, se concilian Vivaldi y la realidad colombiana de Tunja, donde Pablo Montoya (según supe después) había estudiado música, tal vez con el ferretero Trote de su relato.
Quedé seducido por el Musitrón y la revelación, gracias a la música, de los miedos que mantenemos en secreto, pero más aún por la conciliación de Europa y América que propicia la cultura común compartida. En otros cuentos del volumen, como “El Madrigal”, la “pequeña suite”, el adagio para cuerdas y el anecdotario musical que lo acompaña, encontré suficientes “afinidades electivas” para sellar una buena amistad con Pablo alrededor de la literatura y sus secretos.
Un par de años después de aquel encuentro inicial, en 1999, Pablo Montoya me pidió que le presentara su nuevo libro de cuentos, Habitantes, esta vez unidos, por una original temática: la de la profesión de los habitantes de una opresiva urbanización el conductor, el relojero, la prostituta, el cartero, el fotógrafo, el estudiante y un sinfín de profesionales que circulan, como personajes de Arreola, por un espacio urbano cerrado que tiene algo del mundo de la película El Show de Truman: una vida en directo, por lo claustrofóbico y por esa presencia ominosa de un oculto big brother que lo digitaliza todo. Basta leer los relatos dedicados a El cartógrafo, al Arquitecto y al Fotógrafo que descubre azorado como “la ciudad me mira con su ojo de mosca. Yo soy su reflejo fragmentado”.
Acepté gustoso y compartí el 16 de febrero de 1999, en la Maison d’Amérique Latine de París un panel con Milagros Palma, su editora, y Eduardo García Aguilar, un colombiano de perspicaz sentido crítico.
Luego perdí de vista a Pablo.
Regresó a Colombia, yo me vine a España y solo lo volví a cruzar en una de esas esquinas que propicia la literatura con sus congresos, pretexto para encuentro entre amigos, esta vez envuelto en la bruma de Amiens, con esa humedad que penetra para desarticular toda posible alegría de la que es capaz la Picardia francesa. Desesperado por volver a la sequedad de Zaragoza, me sorprendió escuchar que Pablo, envuelto en una acelerada y exitosa carrera literaria y universitaria en Colombia, tuviera tanta nostalgia de Francia al punto de soñar con un regreso, aunque fuera como Maître des conferences, máximo título al que puede aspirar un extranjero en el rígido organigrama universitario francés. Discutimos al pie de la torre de la catedral de la que no se podía ver el campanario envuelto en la niebla y cuando nos separamos me quedé preocupado por este amor apasionado por una madrastra tan poco generosa. Los libros de Pablo donde París es obligado referente, Viajeros y los 50 textos poéticos de “Cuaderno de París”, son la mejor prueba de ese amor no correspondido.
Felizmente Pablo regresó a Colombia y, según lejanos ecos, supe que prosiguió su exitosa carrera. Cuando hace un par de meses me pidió si podía presentar en Salamanca su última novela, LEJOS DE ROMA, como poco había sabido de él en estos años, por un reflejo falsamente profesional, aunque acorde con los malos usos contemporáneos de la información, decidí actualizar mis datos sobre su obra.
Puse su nombre en Google y para más precisión añadí en la opción búsqueda avanzada: Colombia. En un par de segundos quedé pasmado: 1:130.300 para el colombiano Pablo Montoya. Una cifra digna de sus compatriotas Alvaro Mutis o García Márquez.
Tardé otro par de segundos en descubrir que el Pablo Montoya que en forma abrumadora tenía ante los ojos era Pablo Montoya Roldán. piloto de carreras colombiano. Perdido entre noticias de la Fórmula 1 finalmente pude encontrar a Pablo Montoya Campuzano, nuestro colega y amigo.
Al añadir Campuzano el millón se redujo a 17 mil dignas entradas.
Así pude saber y os lo resumo rápidamente: Pablo Montoya Campuzano (Barrancabermeja, 1963). Realizó estudios en la Escuela Superior de Música de Tunja, es licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás de Aquino de Bogotá y obtuvo la Maestría y el Doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Sorbonne Nouvelle (París III). Ha publicado los libros de cuentos Cuentos de Niquía” (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999), Razia (2001) y Réquiem por un fantasma (2006); los libros de prosas poéticas Viajeros (I999), Cuaderno de París (2006) y Trazos (2007); el libro de ensayos Música de pájaros (2005) y la novela La sed del ojo (2004). Ganó el premio del Concurso Nacional de Cuento Germán Vargas en 1993; el libro “Habitantes” ganó el premio Autores Antioqueños en 2000 y “Réquiem por un fantasma” fue premiado por la Alcaldía de Medellín en 2005. En 1999 el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó una beca para escritores extranjeros por su libro Viajeros. Sus artículos y traducciones para diferentes revistas nacionales e internacionales versan sobre temas relacionados con la música, la pintura, el cine y la literatura. Actualmente reside en Medellín, donde dirige el Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia.
Dicho lo cual. hablemos de Lejos de Roma, la novela objeto de esta presentación. Hay que decir, por lo pronto, que estamos frente a una obra riesgosa, porque aborda un tema trillado por los escritores: el destierro de Ovidio en los confines del imperio romano, Tomis, hoy la ciudad de Costanza a orillas del mar Negro en Rumania, donde vivió los últimos años de su vida sin poder regresar nunca a Roma. El exilio del autor de Tristes, las cinco elegías que escribió atenazado por la nostalgia, es una figura literariamente tentadora y así lo han entendido los escritores que la han novelizado, especialmente el austriaco Christoph Ransmayr, autor de El último de los mundos y a quienes la aluden como Marguerite Yourcenar y Claudio Magris.
Pablo Montoya ha sucumbido también a esa tentación y conociendo su vida me he preguntado si detrás de Lejos de Roma, no hay un alusivo “Lejos de París”. Si Pablo nos habla por boca del triste Ovidio con nostalgia de un centro evocado desde la periferia, su reflexión está empapada de erudición, poesía, reflexiones sobre un entorno que lo va apresando, pese a su elitista displicencia inicial. “En París me pregunté si era recomendable detenerme en las vivencias de los desterrados y refugiados políticos que uno encuentra en toda parte, pues muchas obras tocan ese tema, desde el ‘boom’ latinoamericano hasta El síndrome de Ulises de Santiago Gamboa”, ha explicado Montoya en una entrevista reciente.
Lejos de Roma ofrece un Ovidio muy personal, que llega a ser íntimo: “Leí mucho para enterarme de Ovidio, pero sentía que la novela estaba dirigida a un público de ahora. Por eso, sin perder sus rasgos ni su condición de romano, es un exiliado moderno”.
Con todas las licencias que da la literatura, el poeta Ovidio de Montoya ha leído a Borges, a Kafka, a Ciorán y a Bolaño. También ha conocido a desplazados y presos políticos, y sabe cómo se atenta contra la libertad. “No sé si mi obra acerca al lector al Ovidio histórico, o lo lleva a hacer una serie de consideraciones sobre el exilio de los escritores”, concluía. Después de leer Lejos de Roma sospechamos que logró las dos cosas.
Con un estilo tan elegante como moroso, a través de capítulos breves, vamos descubriendo que el rechazo inicial a ese vivir en el último “confín del mundo”, a esa “relegación” por el implacable emperador Augusto sentida dolorosamente en carne propia, a esa imposibilidad de concretar la palabra “vuelve” pronunciada en la soledad del silencio nocturno, se va transformando en un resignado disfrutar del retiro y en reflexionar sobre la relativa condición del exilio.
“No es fácil hablar del exilio cuando estamos en un supuesto centro — se afirma— Quienes deberían hacerlo serían aquéllos que como tú padecen las contingencias de la marginación. Sé muy bien que frente al tema de la expulsión de los hombres de sus tierras se cae en el terreno de la relatividad. No existe un único centro en los reinos del universo. El centro está en todas parte siempre y cuando haya un hombre sensato habitándolo […] Roma y todo centro erigido por los hombres, no es más que una ilusión”. En Cuaderno de París Montoya ya había confesado estar “aturdido de tanta diáspora y coordenada”, creyendo “vano procurarme un centro”.
Estas reflexiones no son gratuitas. Bueno es recordar que por estar situada en el “extremo occidente” América Latina se ha entendido tradicionalmente como parte de esa periferia en la que se siente erradicada por una visión eurocentrista que refleja hasta la cartografía. Los propios latinoamericanos hemos tenido el sentimiento de estar viviendo —al decir de Carlos Fuentes— en “los Balcanes de la cultura”, es decir, al margen de los centros culturales asociados inevitablemente con las grandes capitales europeas o como decía irónicamente Pablo Neruda: “Nosotros los chilenos, somos los sobrinos de Occidente”. En tanto que lejanía referida a un hipotético centro, el uruguayo Alberto Zum Felde se permitió la boutade, no exenta de nostalgia: “Nosotros los habitantes del Río de la Plata, vivimos en el confín del mundo”, una afirmación que casi textualmente repite el Ovidio de Montoya.
Hay un remedio para superar ese “descentramiento” y Lejos de Roma nos lo propone: el mejor lugar para comprender la fisura del que no se siente de ninguna parte que sumergirse en los libros, sobre todo en aquellos que intentan “trazar el paso de los hombres en la tierra, ese trasegar intermitente en busca de una felicidad que no existe”. Séneca —desde el otro confín del imperio romano, en la docta Córdoba, proponía : “Hay que vivir con esta persuasión: no hemos nacido para un solo rincón. Nuestra patria es todo el mundo visible”.
Moraleja, si pudiera haberla: sospechar con desdén de los hombres que se creen superiores porque han vivido más intensamente el desarraigo, aunque paradójicamente, es en el exilio se llega por fin a ser un hombre. Lo había propuesto como una metáfora poética el propio Montoya en Viajeros: “En el exilio la nostalgia nos ilumina y nos consume. En el exilio un diálogo persistente con nuestra sombra quieta. En el exilio el primer y el último crepúsculo reflejan el aparente paso de los días. En el exilio el eco de los hallazgos se difumina y su opacidad es inmensa. En el exilio la tierra acosa en su ineluctable distancia. En el exilio tu fuga, amor, es definitiva”.
Pablo Montoya, tal vez sin saberlo, tras errancias varias, con un dejo de spleen baudeleriano, ha ingresado con Lejos de Roma en la madurez literaria, la que da el sosiego de una lectura clásica de los clásicos.
Salamanca, abril 2009