Cuento : Último acto de Milciades Arévalo
ÚLTIMO ACTO
por Milciades Arévalo
“Estoy como parado en una esquina viendo pasar todo lo que
pienso, pero no pienso lo que veo”.
Julio Cortázar
Fui a Pereira a dar una charla sobre el oficio de escribir. En mi vida lo que más me ha gustado es leer. Toda la vida he leído, me gustan las historias que otros cuentan y su manera de escribirlas para dejarme asombrado. Es cierto que edito desde hace varios años una revista marginal de literatura cuya originalidad consistía en salir de vez en cuando. Eso me sirvió para que algún duende me recomendara para dar en Pereira una charla sobre el oficio de escribir, oficio que nunca antes había desempeñado porque me parecía demasiado pretensioso. La verdad sea dicha, nadie enseña a nadie. Un escritor se hace solito. Miller, Nabocov, Saroyan, grandes escritores que sin haber asistido a ningún taller de literatura sabían más de la cuenta. Lo que se necesita para hacer buena literatura es haber vivido los acontecimientos de primera mano, ponerles luego un poco de imaginación, una dosis de poesía, algo de misterio, sin caer en el ridículo de las cosas tristes y sentimentales que la gente considera es literatura. Nada más ridículo. ¿Qué es importante para la gente de hoy? Ya no queda nada, ya no hay misterio, ya todo se sabe, inclusive la poesía; hoy todo se reduce a fórmulas.
Después de compartir dos horas de charla con los talleristas, caí en cuenta que había dejado ir a la muchacha que estaba dando vueltas alrededor del salón esperando que yo dejara de dar explicaciones sobre lo inexplicable del espíritu humano y saliéramos a divertirnos con la brisa fresca del atardecer.
Roglio nos invitó donde un poeta que tenía fama de conocer al Diablo. Todos los poetas conocen al Diablo, pero nadie le ha visto la cara. Fuimos a conocer el poeta. Había estado bebiendo toda la tarde y tal vez por eso no se le entendía nada de lo que hablaba. Aprovechó para pedirnos para una botella de aguardiente; era lo único que vendían en el barrio. Para finalizar la velada, nos declamó unos sonetos diabólicos y tuvimos que irnos antes de que viniera la policía.
Entramos a un bar donde maullaba un tango más triste que estar lejos de ti, nos sentamos a beber. Se habló mucho de la poesía, de los libros y hasta del profesor de literatura que truncó mi carrera universitaria por no saber ni mierda de la plusvalía. Estábamos hablando de Miller en Big Sur cuando la muchacha del taller entró al bar y fue a sentarse en la terraza, frente a un espejo que la reflejaba de diferente forma en los demás espejos del bar. La invité para que se uniera al grupo y supe que se llamaba Zaya.
Pereira era todas las noches risueña y trasnochadora, de eso no había dudas. Las horas fueron pasando y al poco rato toda la cuadra se llenó de música lo más lastimera y lánguidamente posible. En ese antro apestoso seguramente nadie sabía bailar milonga como se debe, pero tan pronto sonaba una todos bailaban arrobadoramente y se apretaban como valvas baboseándose de deseos: la chica de rojo con tacones de cristal y el galán engominado, el anciano de sombrero atravesado y la dama otoñal, el par de chicas que en cada voltereta nos mostraban su alma sin calzones ni peluches. No sé cuántas veces bailé con Zaya porque yo estaba terminando de fumarme un cigarrillo cuando volvimos a la calle y todo parecía como si acabara de comenzar la noche. Roglio insistió en que nos fuéramos para su casa porque allá tenía todo lo que nos hacía falta. Tomamos un taxi y rato después nos bajamos antes de llegar a Dosquebradas. Había llovido torrencialmente y la carretera parecía de charol, iluminada intermitente por los camiones de carga que no cesaban de bajar por la carretera.
La casa de Roglio lindaba con la desmesura. Estaba construida sobre pilotes para que no se la llevara el agua que escurría de las laderas durante el invierno. En la pared del fondo de un largo corredor que desembocaba en el vacío, habían pintado un caballo negro y brioso que parecía moverse cada vez que relumbraba un relámpago. En la baranda del corredor había una silla de montar, unos zamarros de cuero y un par de espuelas. Había muchas otras cosas diseminadas en la penumbra.
Entramos por una puerta de madera que al abrirla un pájaro aleteó en la oscuridad. Un aire siniestro envolvía la casa. En mitad de la sala había una mesa de cristal y un jarrón con flores rojas que contrastaban con el color blanco de las paredes. Todo lo demás era silencio. Silencio, como si no hubiera nadie. Afuera llovía por motones. Me pregunté si no se nos vendría una avalancha encima. Dejé de hacerme preguntas y terminé husmeando la biblioteca de Roglio. A simple vista un diccionario Larousse, una antología de poesía latinoamericana, las historietas de la mujer maravilla, El Lobo Estepario, Señor que no conoce la luna, Opio en las nubes, poemas de Bukowski, nada más.
Siempre me he sentido como un estorbo cuando mis amigos me llevan a sus casas y se ponen a hablar de lo geniales que son y la mujer los secunda con una cara de bobalicona arrecha diciendo si a todo. No me hallo en esas situaciones; tampoco tengo mujer. A mis amigos les extraña que no me parezca a ellos y procuran evitarme, así en los cocteles como en la calle, pero soy más inteligente que ellos. En vez de pensar en cosas idiotas me pongo mentalmente a multiplicar números de nueve dígitos, a hacer una lista de las deudas pendientes, a descifrar jeroglíficos, a imaginarme cosas como por ejemplo “que rico sería tirar con primera dama, con una monja de clausura, con la hija de mi vecina….”
--¿Siempre llueve de este tamaño? –le pregunté a Zaya.
--Estas lluvias no son de por acá –dijo Zaya para explicarme que se debía a un fenómeno atmosférico. Agregó que había veces que llovía de seguido por dos, tres días o una semana y la tierra comenzaba a temblar y botaba fuego por todas las bocas y los bomberos no dejaban de trabajar rescatando cadáveres, apagando incendios y salvando viudas.
--La otra vez fue peor –intervino Roglio. --La corriente se llevó la casa y todo lo que había en ella. A la única que no le pasó nada fue a mi abuelita; al día siguiente la encontraron comiendo sapos entre los escombros que dejó el rio Otún.
Una gota golpeaba intermitentemente la campana que colgada en las vigas del corredor y su sonido era de silencio en la inmensidad de la noche. Tuve la impresión que de un momento a otro la casa se iba a incendiar porque vi una llamarada y súbitamente se apagó la luz y se cayó el techo en mitad de la sala.
--¡Mi abuela! --dijo Roglio y salió de la sala gritando.
Como Roglio no daba señales de vida fui a buscarlo para proponerle que me iba para el Hotel porque nada tenía que hacer allí. Por pura equivocación abrí la puerta de una habitación y entré: estaba repleta de bastones de bambú. Abrí otra puerta: también estaba repleta de bastones. Seguramente las demás habitaciones de la casa también estarían repletas con bastones de bambú. ¿Dónde íbamos a dormir los tres? ¿En un vulgar depósito?
La casa seguía a oscuras, pero aun así fui a buscar a Roglio. La casa era inmensa y las habitaciones se comunicaban entre sí por una puerta interior. Crucé nueve habitaciones seguidas pero en ninguna encontré a Roglio. Al llegar a la penúltima puerta la abrí y vi a una anciana tendida sobre una cama blanca, vestida de blanco y con el pelo blanco regado sobre la almohada mirando para donde yo estaba.
--¡Déjeme morir en paz, hijo de puta! –dijo y me tiró un zapato.
Si me hubiera caído la casa encima, tal vez no me habría dolido tanto. Me devolví y le dije a Zaya que había encontrado en una habitación a una señora que se estaba muriendo, que hiciéramos algo por ella porque si se moría nos echarían la culpa y nos pondrían presos.
--Debe ser la abuelita de Roglio, está muy mal de la cabeza –dijo sin darle ninguna importancia.
Las pocas cosas que yo sabía de Pereira no coincidían con mi viaje. Zaya y yo no teníamos nada de qué hablar. Roglio volvió a aparecer con un tabaco de olor espeso que hacía más densa la oscuridad de la noche. Zaya se fue a acostar y yo me quedé pensando en un cuento medieval que estaba escribiendo.
--¿Quieres acostarte de una vez? –me preguntó Zaya
--Me da miedo dormir en la oscuridad. A mi padre también le daba miedo dormir. A veces se quedaba despierto toda la noche contando estrellas y otras veces se ponía a hablar de sus recuerdos –le dije. A Zaya poco le interesaban mis miedos y tal vez por eso me preguntó si yo había leído alguna vez en mi vida a Alfonsina Storni.
--Tiene poemas muy bellos –le dije tratando de desinteresarla, pero ella quería saber más.
--Me hubiera gustado saber por qué se suicidó…
--Vivía enamorada del mar –le dije. Un gallo cantó en la penumbra, sonaron las campanas de una iglesia lejana y la casa se iluminó toda. Fue entonces que me di cuenta que Zaya estaba buscando algo que valiera la pena para pasar la noche y comenzó a acariciarme de manera tan deliciosa que no le importó que Roglio se despertara y nos pillara tirando como conejos. Zaya siguió acariciándome por un rato bien largo, pero después cayó en una especie de duermevela y se quedó dormida.
A la mañana siguiente debía viajar a Cali a encontrarme con una muchacha a la que había apostado hacer poeta. Escribía unos poemas vertiginosos, surreales y eróticos. En Colombia no había todavía una auténtica poesía erótica femenina y yo quería que ella hiciera su debut de la manera más original y sencilla.
Cuando estuve listo para irme me di cuenta que Roglio no estaba; se había ido a traerle el desayuno a la abuela y nos había dejado encerrados. Busqué las llaves en la cocina, debajo del tapete, en el escaparate. Las llaves no estaban en ninguna parte. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, no había por dónde escapar. Si Roglio no aparecía antes de las 8 de la mañana yo iba a perder el avión. Desperté a Zaya:
--Tengo que irme ya. Esta noche debo estar en Cali.
--Tienes que esperar a Roglio.
¡Maldición! La abuela comenzó a gritar que la dejaran morir. Me resigné a todo y esperé que Roglio regresara pronto. No llegó sino hasta después del mediodía, borracho y echando espuma por la boca. Por más que tratara de recordar lo que había bebido la noche anterior, no lo lograba. Su mente estaba en blanco. Le pregunté a Zaya pero ella tampoco recordaba nada.
--Eso fue que nos emborrachamos con tapetusa –dijo Zaya
--A mí lo único que me importa es llegar a Cali hoy mismo.
Zaya dijo que me acompañaba hasta mitad del camino, pero no era necesario. Al despedirnos nos besamos con la misma desenvoltura de los que se van a ver al día siguiente. No fue así. Muchos meses después volví a verme con ella. Sin habernos puesto una cita nos encontramos en la puerta de la Biblioteca Luis Ángel Arango, al lado de la estatua de Minerva. Estaba más bonita que antes, con un tilín de ausencia reflejado en el rostro. Su voz seguía siendo nítida, clara, transparente. Parecía la novia de un diplomático inglés en la puerta de una iglesia.
--Sabía que tendrías que pasar por aquí algún día y vine a esperarte.
--¡No lo puedo creer!
Yo no podía estar más sorprendido, no podía creer que fuera la misma Zaya que yo había conocido en un Taller de Literatura en Pereira. Me pregunté qué sentido tenía para ella venir a verme a Bogotá. Yo no tenía nada para ofrecerle; nunca había tenido nada ni había sido capaz de acumular cosas y lo poco que sabía de la literatura se lo debía a la vida que había vivido.
--Yo te dije que un día iba a venir a buscarte, pero esta vez vine a ver todas las cosas que yo conocí cuando niña. Nosotros vivíamos en este barrio, en una casa que tenía una mata papayuelo en la mitad del solar, hacíamos el mercado en la plaza de La Concordia, íbamos a misa a la iglesia de Las Aguas, comprábamos el pan en La Espiga Dorada, mi hermano Lukas tenía una gallada de fumadores de marihuana en El Chorro de Quevedo y decía que era poeta; también había muchos teatros, casas de cita, sabandijas y putas… Realmente vives en un barrio muy divertido. ¿Te imaginas a José Asunción Silva caminando por La Calle de Borja, agobiado por las deudas, el amor y la poesía?
--Todas las noches se la pasa tirando piedras, rompiendo vidrios, declamándole versos a la luna; ya parece un fantasma –le dije tratando de distraerla.
Zaya sabía mucho de poetas y escritores. Había trabajado en una biblioteca antes de entrar a la universidad. Había tenido tiempo de ir a recitales, leer, escribir. Los talleres de literatura no le interesaban. Y antes que conocer a un autor en persona, prefería leer sus libros.
Después de una conversación trivial supe que Roglio había sido detenido en Nicaragua con un cargamento de bastones rellenos de cocaína, que el taller de escritores seguía funcionando y que el poeta que tenía pactos con el diablo se había muerto y lo habían enterrado fuera del cementerio por ateo.
--Me voy en el vuelo de las 10 –dijo.
No me extrañó que se refiriera a un viaje. Toda su familia vivía volando. Su mamá trabajaba en una agencia de viajes. Su hermano mayor piloteaba una avioneta de fumigación en los Llanos. La hermana de su mamá trabajaba en el aeropuerto.
--Es una lástima que tengas que irte –le dije. Le brillaban los ojos, sus labios parecían a punto de balbucear una palabra. Entonces me acordé de la noche que la conocí y que me leyó varios poemas de Alfonsina Storni. Sentí una tristeza muy honda, que no hice otra cosa que besar a Zaya
Un mes después le envié las fotos que nos habíamos en las calles de La Candelaria, una caja de chocolates y una carta donde le contaba que iba a volver a Pereira porque me había ganado el Premio de Novela. No recibí respuesta. La llamé. La mamá me contó que la noche que Zaya había regresado de Bogotá se había muerto.
Bogotá, 1989.
MANZANITAS VERDES AL DESAYUNO
por Cecilia Caicedo
Tuve el inmenso placer de realizar un taller de literatura teniendo como referente “Manzanitas verdes al desayuno”, editado por el quijotesco sello “sociedad de la imaginación”, publicado en Bogotá en el 2009.
Atreverse a recorrer la piel desde la lúcida palabra, entrar en la más tranquila emoción sin dejarse perturbar por los caminos de lo porno, fácil y aleatoria seducción en que otros han sucumbido, lograr recorrer con metáforas e imágenes visuales, que podrían sugerir la presencia de lo cinematográfico, dentro de un marco que alienta todos los sentidos, son los mejores logros del primer texto del corto volumen de 112 páginas.
Lo leí con gusto literario además de rendir tributo necesario a un hombre que hace de la literatura su “puesto de combate”, que tan necesaria ha sido esa trinchera literaria para los escritores de provincia, invisibilizados por las fuerzas editoriales comerciales, para dar a conocer su obra o al menos parte de ella.
Milciades es delgado y frágil en su estampa exterior, robusto y lozano en su capacidad para publicar a sus amigos y conocidos por la lectura de sus obras, en su permanencia en el panorama literario, amén de otros ejercicios todos de vida, como marinero de aguas y de urbes.
En narrativa colombiana, bien guardadas las proporciones el cuento erótico no se asume con la fuerza de tal. Expertos en idilios, con ventura hemos publicado novelas ejemplares en el género como ocurrió en 1867 con “María” que perpetuó su ciclo hasta cincuenta años después cuando “Rosas de Francia” novela que en su primera edición fue ganadora del concurso de autores americanos abierto por la casa editorial franco-ibero-americana en París, año 1926, y que cuenta con tres ediciones más, siendo la última realizada en 2013 como homenaje al autor por la cultura risaraldense, muestra el apego nacional a escritura y a lecturas ejemplares en términos de relación sentimental y por supuesto a la necesaria cartografía literaria que de tiempo en tiempo los pueblos estamos obligados a realizar.
Lo anterior me sirve para señalar que el idilio ha recibido justo tratamiento de lo que es ajeno a la piel y a los sentidos. En estos últimos términos señalados no es mucho lo que podríamos encontrar, salvo hermosos pasajes en distintas textos. A mi recuerdo viene claro el momento, ese si majestuoso, de la novela de Próspero Morales Pradilla, que ya entrado en años recrea la imagen de Doña Inés de Hinojosa, cuando joven y virginal, que fuera apostada a los dados por su padre, la gana “coto de caza”, quien será su esposo y víctima después de haber sido terrible victimario. La explicación lúcida de Morales retoma el instante preparatorio de la noche de bodas, la mano de Inés acariciando el lecho nupcial preparado por ella, sábanas blancas erotizadas en la caricia de sus dedos que idealizan el suceso a ocurrir. El desgarramiento, violación y tropelía del español que ´posee a la mestiza´ es el nudo que explica el nivel discursivo.
Pero quiero detenerme en la caricia de Inés, en su mente febricitante y los dedos temblorosos que potencian el nivel de los sentidos. Y es ese el nivel trabajado por Milciades, alentar al máximo el mundo de las percepciones. En el primer cuento de este volumen “Un cachorro salvaje”, la virginidad corre a cuenta del género masculino, niños adolescentes intentando acercarse a la vida y ahí en la mitad de la nada, el ejercicio del humor, inmiscuyéndose en la mente del lector sugiriendo sin descripciones de mal gusto el acto que en manos menos hábiles podría rayar el tratamiento porno.
Sensibilidad exquisita, que el narrador desplaza por todos los sentidos aguzados, despertando ojos, oído, tacto y olor de las viandas a ser todas devoradas. Pero el principal sentido y gusto que despierta es el intelectual, con referencia permanente a obras y autores predilectos en literatura, pintura y artes, puestos en labios del narrador extradiegético, que tras bambalinas maneja el narratorio.
Al final un desenlace inesperado, Roglio en un mar de sangre. Tormentos interiores como en lo mejor de la literatura de idilios, con final dramático sin llegar al melodrama.
Pereira, Agosto 29 de 2013