TANGO, segunda parte
En francés :link
Escrito por Daniela Covo
Entré airosamente en la UNESCO. En los brazos de Hugo, pero airosamente. El trabajaba allí desde hacía casi ocho años. Formaba parte de la delegación uruguaya aunque nunca entendí muy bien cuáles eran exactamente sus funciones. Lo he visto redactar informes, realizar traducciones, asistir a reuniones interminables de las que volvía con la necesidad imperativa de restaurarse… Los guardas lo conocían bien y ya no le pedían sus credenciales, aún cuando el edificio –desde los atentados de septiembre del 2001- hubiera cobrado aspecto de aeropuerto: pasar por el pórtico electrónico y mostrar el contenido de sus bolsos se habían vuelto obligatorios.
Así fue que Hugo y yo entramos y subimos directamente a su oficina en uno de los amplios ascensores. Una vez allí, descolgó una vista de Montevideo para colgarme en su lugar. El suyo era un despacho de reducidas dimensiones, pero muy bien iluminado por una gran ventana. Al entrar, la mirada se fijaba ante todo en mí. Luego se posaba sobre el desordenado escritorio y sobre las estanterías, atiborradas de papeles y de libros. Pero lo más característico del lugar era el hervidor eléctrico, siempre disponible, junto al cual aguardaban un paquete de yerba mate, otro de azúcar en polvo y, por supuesto, el mate con su bombilla de plata. Hugo, como todo buen uruguayo, era un gran aficionado del mate. A todo momento y en toda época, se cebaba un mate, meticulosamente, amorosamente, como un fumador prepara su pipa o lía un cigarrillo: saboreando de antemano el placer esperado.
Muchas personas lo visitaban, apretujándose en su pequeño despacho. Hugo era alguien ameno y sociable; atraía fácilmente a los colegas, aún cuando no trabajara personalmente con ellos. Mezcla de idiomas, de color de piel, de vestimentas. Uno se reía en lo de Hugo, discutía, bebía su café. Los rioplatenses tomaban tranquilamente su mate. Uruguayos y argentinos fraternizaban, bromeaban, pretendían pelearse, aguijoneados por las burlas de Hugo a cuestas de “esos argentinos presumidos”, mientras que éstos últimos se encogían de hombros y se mostraban condescendientes hacia “esos provincianos llegados de una provincia argentina más”…
Entre las personas que frecuentaban la oficina de Hugo se encontraba Fabián, un miembro de la delegación argentina. Sus intercambios mordaces los divertían y traducían en realidad una estrecha amistad. No podían ser más opuestos, sin embargo. Hugo andaba cerca de los cincuenta, mientras que Fabián tenía poco más de treinta años. El primero era fanfarrón, charlatán y desvergonzado; el segundo discreto y modesto, volviéndose locuaz únicamente ante las amistosas provocaciones de su colega.
Se habían conocido en Montevideo, durante un foro internacional organizado por la UNESCO, cuando en París nunca se habían cruzado. Simpatizaron inmediatamente, unidos por responsabilidades y sobre todo por ideas comunes. De regreso a Francia, siguieron frecuentándose, compartiendo, junto con el mate, largas conversaciones a las cuales yo asistía.
Fabián se había quedado impresionado al conocerme. “Este cuadro –decía- despierta en mí sentimientos conocidos. No es porque el tango me remite a mis orígenes… No; es por otra cosa. No sé muy bien… Esa pareja con su baile me provoca, me lleva con ella… me hace despegar, dejar la realidad de mi vida, tal cual es actualmente…”
Su realidad actual era la de un hombre formal, casado y sin hijos aún, un hombre serio y trabajador que el carácter indisciplinado y antojadizo de Hugo atraía irresistiblemente. La libertad de expresión y de conducta de éste lo fascinaba, aún si se escandalizaba a veces. Como cuando Hugo le contó, con los ojos maliciosos de un niño travieso, el sulfuroso episodio del cual fui testigo: la visita de la sensual Verónika, una joven belleza eslovena que él perseguía desde hacía un tiempo (a menos que fuera la inversa). Vi ese día cómo, en un abrir y cerrar de ojos, Hugo echó llave a la puerta, apretó con un voluptuoso beso a Verónika contra la pared, para encontrarse luego proyectado sobre una silla, la joven sentada a caballo sobre él. El hecho fue rápido e intenso. Verónika se fue como había llegado, dejando a Hugo rojo y sudoroso. Fabián, al escucharlo, exclamó que lo echarían “a patadas” de la institución, pero estoy seguro de que sus palabras indignadas ocultaban cierta admiración.
París te enloquece –dijo por fin- Nunca hubieras hecho eso en Buenos Aires.
¡¿Y por qué no?! –replicó Hugo- ¿Por qué hubiera actuado de otra manera allá?
Es una pregunta –murmuró Fabián- que me planteo a menudo. ¿Qué seríamos, cómo seríamos si hubiésemos vivido allá? París deja su marca en nosotros, lo queramos o no.
¡Eh, che! Eso es un viejo lugar común: París, capital del placer…
No, vos sabés bien de qué estoy hablando. Ya lo discutimos más de una vez.
Fabián se refería a sus frecuentes conversaciones sobre sus países, sus orígenes, el alejamiento de sus familias, de sus amigos… La nostalgia de lo que habían dejado “allá”, la tenue tristeza que los invadía por momentos al recordar cierta calidad de vida: la convivialidad, el calor de los contactos humanos, mucho más fáciles de establecer que en Francia. El clima también, los alimentos (la carne, por supuesto, así como algunas golosinas, inexistentes en Europa…), y claro está, la música. Ambos pensaban que el tango en París no era tocado, ni bailado como lo era allá. Faltaban las “tripas”… Tampoco la comunión entre el intérprete y su público era la misma, ni podía ser la misma que la que se instauraba en sus países… Hugo acostumbraba comparar este hecho al uso de la lengua hablada: “El idioma materno, es otra cosa que el mismo idioma aprendido más tarde, aunque sea hablándolo perfectamente”.
Ambos, sin embargo, amaban París y, sin confesárselo, no se proponían verdaderamente dejarlo. Hablaban de ello a veces, pero esa época lejana aún –sobre todo para Fabián- les parecía irreal; como si su futura jubilación concernía dos seres abstractos y no ellos mismos.
Ambos, por supuesto, volvían regularmente a sus tierras. Con grandísimo placer. Sin embargo, una vez allá, cierto malestar los invadía. Oían cada vez las mismas quejas, las mismas críticas de sus países natales (tal cual las habían oído desde la infancia). A esto se sumaba cierta admiración, mezclada a una pizca de celos hacia ellos, que “tenían la suerte de vivir allá”; en “el primer mundo”, como decían. Confrontados bruscamente a sus orígenes “tercermundistas”, no conseguían reconocerse. En Francia, no pensaban en ello: el tercer mundo sufre de una pobreza cultural de la cual no sufrían sus países respectivos. Las palabras a veces suelen perder su sentido…
La idealización existía así, de uno y otro lado del Atlántico. De hecho, volver representaba para ellos reencontrarse con lo íntimamente conocido, con sus ventajas y sus inconvenientes. Un enriquecimiento afectivo con respecto a la expatriación (y es la riqueza afectiva que da humanidad al ser humano…) y, al mismo tiempo, cierta insuficiencia: política, económica, social, tecnológica. Formas de vivir, funcionamientos distintos que les hacían retener comentarios como: “Nosotros, en Francia…”, porque esto hubiera parecido significar: “Allá es mejor”. No querían pasar por presumidos y además, ¿era allá realmente mejor?...
Con el tiempo, en todo caso, habían terminado por reconocer una cosa: vivir fuera de su país hace de uno, hasta cierto punto al menos, un extraño, tanto en su tierra como fuera de ella. Ni francés, ni uruguayo el uno, ni francés, ni argentino el otro. La expatriación los había parcialmente transformado en extranjeros, donde quiera que estuviesen. Saberlo, constatarlo los indignaba a veces.
¿Por qué considerarnos extranjeros en todas partes? –protestaba un día Fabián- ¿Por qué no a la vez franceses y otra cosa?
Vos sabés bien que no seremos nunca verdaderamente franceses, de todo corazón. Nuestros hijos, nacidos aquí, si los tuviésemos, lo serían tal vez. Aún cuando ya no somos tampoco totalmente uruguayos o argentinos, de todo corazón.
¡De todo corazón, claro que sí! El corazón pertenece al país donde naciste, donde creciste. Vos mismo lo dijiste, hablando de nuestros supuestos hijos. Pero en la realidad de nuestra vida actual, que es finalmente lo que vivimos y sentimos cotidianamente, hace falta algo más para sentir que pertenecemos verdaderamente a uno u otro país.
Tá… Y eso no es solamente el caso de nosotros, latinoamericanos ¿viste? Lo verificamos todos los días en esta torre de Babel donde trabajamos… Todos los que residen en Francia desde hace mucho tiempo viven lo mismo.
Así discutían los dos amigos, mientras aspiraban el mate que se pasaban el uno al otro.
¡Esto al menos es bien nuestro! –dijo un día riendo Fabián, levantando la pequeña calabaza- No nos lo saca nadie…
Tal vez, pero ¿quién sabe? Conozco a más de uno, aficionados de antes, que ya ni lo tocan. No les dice más nada. Y que, por otro lado, son capaces de disertar sobre el arte y la manera de elegir y de catar vino, como no lo he visto hacer más que en Francia.
Eso, viejo, es cultura.
Es cultura porque lo aprendieron, estoy de acuerdo. Pero ¿qué son las costumbres locales, como el mate, sino el fruto de un aprendizaje también?... Aprendido casi en la cuna.
Conversaciones como ésta se prolongaban indefinidamente, pensativas y melancólicas.
París al menos –observaba Fabián- tiene esa ventaja de que, por el lugar donde está, todo el mundo pasa por aquí un día u otro. Los que vienen a Europa hacen fácilmente escala en París, más bien que en Madrid, Londres o Roma, aunque estas ciudades presenten un interés turístico similar. En cualquier rincón del mundo donde viva algún conocido tuyo, te podés decir que un día u otro lo vas a volver a ver. Vivir en París, es un poco como vivir en el mismo espacio geográfico que el de cualquier allegado o amigo tuyo…
Hugo asentía con la cabeza; él lo había comprobado también.
A mí, al escucharlos, me extrañaban esas discusiones desencantadas, eternamente repetidas. ¿Acaso no se daban cuenta qué riqueza llevaban en sí mismos? Dos países, dos idiomas… dos riquezas. Riquezas a las cuales apostaría que no hubieran renunciado por nada del mundo. El alejamiento había creado, lo quisieran o no, una ventana definitivamente abierta sobre un “allá”, que representaba para ellos más una dicha que una desdicha. Una desdicha que ignoraban formar parte de su dicha. De su placer en todo caso. ¿Qué más estimulante en la vida, más enriquecedor, que esa apertura permanente, esa mirada perpetuamente puesta al otro lado del Atlántico? El deseo constantemente reavivado, nutrido a la vez por el placer del reencuentro y la perspectiva de satisfacciones futuras. Confusamente, lo sentían. Esa era tal vez la razón por la cual ninguno de los dos se interrogaba acerca del porvenir lejano, aquél en el que el ir y venir entre los dos países ya no sería posible: momento de la elección definitiva a la cual no estaban aún preparados.
Pasó el tiempo, pero de manera distinta para los dos. Mientras Hugo entraba en años, Fabián adquiría madurez. El primero se dejó llevar por la inestabilidad de su vida afectiva, por la búsqueda desordenada del placer, so pretexto de ejercer su libertad. Se puso a jugar, contando sobre las cartas para ponerle más sal a su existencia, sin dudar de su buena suerte. El segundo, confiando más en sí mismo, asumió mayores responsabilidades dentro de su delegación. Sus visitas a Hugo se espaciaron. Su flamante condición de padre de un varoncito contribuyó además a alejarlo un tanto de su amigo. La relación entre los dos hombres se distendió.
Grande fue pues mi sorpresa al descubrirme un día responsable de una discusión muy subida de tono entre los dos. ¿Qué había pasado para que yo resultara ser el tema de su desacuerdo? El hecho es que vi una tarde a Hugo, muy agitado, hablar por teléfono y efectuar grandes gestos en mi dirección, profiriendo: “¿El cuadro? ¡Muy bien, el cuadro! ¡Todo lo que quieras, hasta el cuadro! Cuando quieras, hoy mismo… ¡Déjala por una vez, a tu mujer! Vení a mi casa y… ¡Pero no, no sos capaz, qué vas a ser…! Vos, hombre virtuoso, marido y padre de familia perfecto…” Esto, acompañado de palabras provocantes, que ponían prácticamente en duda la virilidad de Fabián, decidió este último a algo que yo ignoraba todavía. Comprendí únicamente que el joven aceptaba el desafío y que el hecho me concernía. Me sentí profundamente inquieto porque, manifiestamente, Hugo había bebido más de la cuenta y no se encontraba en absoluto en su estado normal.
De hecho, el día siguiente, después de una noche en vela, su estado era lamentable. Con mala cara, ojeras, sin afeitar, revuelto el cabello de costumbre engominado, Hugo se plantó frente a mí mascullando: “¡Qué pelotudo! ¡Pero qué pelotudo…!” Yo estaba seguro de que no se refería a mí sino a él mismo, pero eso no calmó mi inquietud. Fabián no reapareció ese día, pero su llamada telefónica dos días más tarde acrecentó el mal humor de Hugo: “¡Pero no! ¿Para qué mierda quiero una semana más? ¡Vení y la terminamos con eso!...”
Hugo y Fabián me habían jugado al truco, su juego de naipes favorito, y Hugo había perdido… Yo iba, nuevamente, a cambiar de propietario.
* * *
Lamenté irme de la UNESCO. Me había encariñado con el pequeño despacho de Hugo, disfrutaba de las conversaciones animadas que escuchaba, me divertía ese popurrí de nacionalidades y de culturas; me halagaban al mismo tiempo los comentarios elogiosos de los que entraban allí por primera vez. Sentía afecto por Fabián y esperaba no hacer más que mudarme de oficina, quedándome así en la UNESCO. Pero temía que me llevara a su casa donde corría el riesgo de aburrirme.
Fabián me llevó en efecto, pero no fue a su casa. (Vi en esa oportunidad, en la mirada sombría de Hugo, a qué punto mi partida lo afectaba) Yo sabía que vivía en el distrito XV de París, pero tomó la dirección del XVI y estacionó cerca de Passy. Entramos en un imponente edificio de estilo tradicional que me impresionó por el lujo de su entrada y de su escalera. Al toque de timbre de Fabián, la puerta de un apartamento se abrió y una mujer sobriamente vestida, aparentemente la criada de la casa, nos hizo entrar.
“¡Tía Silvina! –llamó alegremente Fabián, precipitándose en el salón - ¡Mirá lo que te traigo!… No, no te muevas…” Besó la mejilla de una mujer sentada, sin que uno supiera si era la edad o su peso imponente que le impedían levantarse. Fabián me apoyó contra un sillón a cierta distancia frente a ella. La mujer juntó las manos exclamando: “¡Ay, Fabiancito… es magnífico!” “Ya te lo había dicho, tía –contestó orgulloso el sobrino- Es tuyo”. Ella iba a protestar, mas él afirmó, decidido: “¡No, no, tía, ni una palabra! ¡Está fuera de cuestión! Tengo una deuda con vos, desde hace mucho. Te debo todo lo que soy… y además –añadió riéndose- ¿dónde querés que lo cuelgue en mi casa? ¡Es tan chico! Mientras que vos… tenés paredes para eso”. Con un gesto circular designó el salón ricamente decorado, donde los muebles, las lámparas, las cortinas, los tapices traducían el buen gusto y la posición holgada de su dueña. “Lo pondré en el salón de música –dijo suavemente la anciana- Va a estar muy bien allí. Sos un amor, Fabiancito”.
Acababa de conocer a Silvina Müller, otrora esposa de un hermano del padre de Fabián. Silvina era argentina y residía en Francia desde hacía casi veinticinco años. Su primer marido –el tío de Fabián- figuraba entre los treinta mil desaparecidos durante la dictadura militar en Argentina. Ella había debido huir rápidamente del país, encontrando refugio en Francia, junto con sus dos niños aún pequeños. Con muy pocos medios, se había reunido a los numerosos emigrados que sufrían las mismas dificultades económicas que ella; en esa época ninguno de ellos frecuentaba los barrios ricos… Pero el corazón de Francis Müller, un excéntrico hombre de negocios, había ardido por ella; él le había entonces ofrecido su fortuna antes de desaparecer, a los tres años de casados, en un accidente de la vía pública. De carácter enérgico y decidido, Silvina asumió sin vacilar sus contradicciones ideológicas. Transformó su casa en un lugar de reunión, donde acudían numerosos intelectuales y artistas de París, en su mayoría latinoamericanos de izquierda. No sólo los recibía, sino que ayudaba a más de uno, gracias a sus medios y a sus múltiples relaciones. Había sido particularmente generosa con Fabián, acogiéndolo a su llegada a París, joven aún, financiando en parte sus estudios y poniéndolo en contacto con personas claves en la UNESCO.
Tal generosidad no había dejado de tener sus consecuencias. Silvina había tenido que reducir últimamente su tren de vida, demasiado costoso. Su salud, por otra parte, se había vuelto precaria: atacada por la artritis, impedida por el exceso de peso, se desplazaba con dificultad. A los ochenta años, solía decir que los sufrimientos pasados resurgían en sus viejos huesos. Caminaba lentamente, apoyándose sobre un bastón con sus manos deformadas. Pero el porte de su cabeza y sobre todo su mirada conservaban el orgullo de otras épocas. Silvina Müller había sido una hermosa mujer y ello se notaba.
Fue Fabián mismo quien me colgó en la pequeña habitación que llevaba el nombre algo pomposo de salón de música. Allí se encontraban un piano, el equipo de sonido y la televisión. Silvina pasaba en ella la mayor parte del tiempo, pero sus numerosos invitados solían permanecer en la sala de estar contigua. Yo oía perfectamente el sonido de sus voces animadas, reencontrando con nostalgia la atmósfera del despacho de Hugo. No volví a ver a este último, a la inversa de Fabián que visitaba frecuentemente a su tía, acompañado a veces por Laure, su esposa, una joven francesa algo apagada y sin encanto particular. La primera vez que vino con Laure, la trajo al salón para mostrarme. Ella me observó un momento en silencio y luego dijo neciamente: “Tienes razón, es demasiado grande para tenerlo en casa”. “¿Es lo único que se te ocurre decir?”, se extrañó su esposo. Yo pensé que Laure formaba parte de aquellas antiguas elecciones, modestas y algo mezquinas, de Fabián.
Muy distinta era la personalidad de los visitantes de la casa. Mientras que con la edad y los sufrimientos físicos Silvina se apagaba poco a poco, sus invitados seguían aprovechando de su cocina, se entretenían en su salón, entablaban nuevas relaciones y, la mayor parte del tiempo, reconstruían el mundo a su manera. En su casa se debatían todos los temas: la actualidad política, los acontecimientos culturales parisinos, los problemas sociales, cuando no se desarrollaban teorías filosóficas… Silvina participaba, aunque mínimamente, a los debates, salvo cuando una crisis particularmente violenta la obligaba a guardar cama. Su hija, arquitecta residente en París, formaba parte del círculo, si bien venía más para su madre que para participar de la vida social de la casa. Silvina tenía además un hijo –gastroenterólogo establecido en Barcelona- por el cual me pareció demostrar una preferencia. Hablaba de él con admiración y nostalgia y, en sus conversaciones telefónicas con él, traslucía una calidez inexistente en sus relaciones con su hija.
Es así que me sentí poco a poco formar parte de la casa, habituado a la rutina hogareña de aquella mujer enferma, rutina entrecortada sin embargo por una enriquecedora vida social.
El shock se produjo una noche en que me hallaba dormitando sobre mi pared. Una voz me despertó bruscamente: ¡Yves! ¡La voz de Yves! La reconocí de inmediato, la hubiera reconocido entre mil… La alegría y la desesperación me invadieron simultáneamente. ¡Yves tan cerca! ¡Tan cerca, sin saberlo! La impotencia de mi condición no me había parecido jamás tan desesperante. Llamé interiormente con toda mi alma a aquel que me había creado y quien, a no dudarlo, me echaba de menos tanto, si no más, que lo que había echado de menos a la que me había raptado… ¡Si solamente pudiera entrar un instante en la habitación, sólo un instante!...
Yves no entró. Desde ese momento viví aguardando su retorno y con la esperanza de que me descubriera al fin…
Tuve que esperar varios meses, hasta cuando ya no contaba más con volverlo a encontrar. Aquella noche Silvina miraba la televisión, mientras aguardaba para cenar a un pintor cubano, amigo suyo. El pintor no vino solo: Yves lo acompañaba. Es gracias a la dificultad de Silvina para moverse que debo el milagro tan esperado. Los dos hombres se juntaron con ella en el pequeño salón. Con el pintor cubano, que yo ya conocía, vi llegar a un Yves cuya frente empezaba a despoblarse y los cabellos a encanecer, cuyos rasgos aparecían algo marcados por el tiempo, pero que seguía siendo el hombre apuesto de ayer. Yves saludó afablemente a Silvina, se sentó frente a ella cuando, dirigiendo un instante la vista en mi dirección, soltó un grito y se levantó de un salto. Yo no cabía en mí de gozo.
Yves, lívido primero, se había vuelto escarlata. “¡Mi cuadro, mi cuadro!...”, balbuceaba. Se acercó a mí, con los brazos tendidos como si me fuera a estrechar contra sí; se volteó luego hacia los otros dos que lo miraban, estupefactos por su reacción. “¡Silvina! –gritó- ¡¿Dónde… cómo obtuvo ese cuadro?! ¡Es mi cuadro! ¡Lo he hecho yo, me lo robaron!” “Querido amigo, cálmese –dijo Silvina con voz pausada- No es su cuadro, es el mío” Y como Yves, un dedo sobre la firma, se aprestaba a protestar: “Usted lo ha hecho… Tal vez, pero es un regalo de Fabián, y eso es importante para mí”. Yves se volvió hacia mí, muy agitado, sin duda atravesado por las mismas emociones que yo. Nos reencontrábamos, pero permaneceríamos separados; yo ya no le pertenecía.
Una nueva era, sin embargo, comenzaba para mí. Yves intentó, por supuesto, hallar indicios que explicaran cómo me encontraba en la casa de Silvina, pero mi recorrido caótico no se lo permitió. Quizás buscaba igualmente reencontrar a Marine, o saber lo que había sido de ella.
A partir de ese momento, vi a Yves con frecuencia. Se volvió rápidamente un visitante asiduo de la casa, rindiendo en todo momento a Silvina mil pequeños favores. Galante, hasta seductor, no escatimaba los piropos a esa mujer de edad que no debía recibirlos desde hacía tiempo. Más de una vez he visto las mejillas de Silvina sonrojarse al oír alabar “esos ojos que deben haber trastornado a más de uno… y que aún podrían hacerlo”, o “ese espíritu que une la inteligencia a la gracia…” ¿Qué buscaba Yves con esas palabras?
Vaya, querido amigo –replicaba a veces Silvina- Si es el cuadro que está intentando recuperar, se equivoca.
¡Silvina, usted me ofende! –exclamaba entonces Yves- Ya sé que el cuadro es suyo. Ya me resigné, contento en el fondo de que pertenezca a alguien que lo merece.
Pasó el tiempo. Los lazos de amistad entre aquella mujer de edad y aquel hombre maduro se reforzaron. El caso divertía a los amigos pero parecía disgustar a Susana, la hija de Silvina, que no dejaba pasar la ocasión de manifestárselo a su madre. Se mostró celosa de Yves, y por tanto, indirectamente de mí. Un día en que, pensativa, Silvina me contemplaba atentamente, Susana observó:
Oh, no está mal, ese cuadro, es verdad. Pero no es cosa del otro mundo, como parece pensarlo Yves Volpi. ¿Te fijaste? Desde que vio este cuadro aquí no se despega de la casa, no se ve más que él. ¿Cómo hacés para soportarlo?
Silvina no le contestó, pero la mirada que le lanzó fue elocuente. Hacía mucho que ya no respondía verbalmente a las provocaciones de su hija.
No puedo menos que pensar que aquellas palabras de Susana impulsaron a su madre a tomar su decisión. Esa misma noche, después de la partida de su hija, llamó a Yves por teléfono.
Yves, amigo mío, tengo algo que decirle. Usted sabe, o mejor dicho no sabe, que mi hijo Víctor cumple los cuarenta a fin de año. Yo quisiera festejar el acontecimiento, ofrecerle un regalo especial, original… Entonces pensé que podría usted pintar un cuadro, o más bien efectuar un dibujo, como el del tango… Sí, eso es, plumilla y tinta china. Algo de buen tamaño, como el del tango, ¿me entiende?... ¿El tema? Lo discutiremos juntos, cuando usted venga. Algo relacionado con la música, o el baile… Le va a gustar… Además él, allí, tiene un gran piso, podrá ponerlo bien de relieve, no habrá problema… ¿Pasa usted por casa mañana?... Bien. ¡Ah, otra cosa! Esto es estrictamente confidencial, no vaya a decir nada a nadie. Quiero que sea una sorpresa y si alguien se entera, otros se enterarán también… Que nadie lo sepa, sobre todo no mi hija…
Yves volvió al día siguiente y debatieron del asunto en el pequeño salón de música. Yo tenía la impresión de participar de la conversación, a tal punto sus miradas se posaban sobre mí. Terminaron por ponerse de acuerdo sobre una pareja, como en mi caso, pero esta vez bailando flamenco. Víctor, aseguraba su madre, estaría entusiasmado.
Me hará usted un precio de amigo –dijo ella con su más seductora sonrisa.
¡Espere un poco, voy a ver! No acostumbro trabajar por encargo… -Y al ver la decepción en el rostro de su amiga- ¿Pero qué no haría yo por una tan bella sonrisa? –Lo que tuvo por efecto ruborizar las mejillas de Silvina.
Unos días más tarde, Yves trajo los bosquejos del cuadro, tal cual lo concebía. Volvieron a reunirse en el pequeño salón. Silvina los examinó atentamente, hizo alguna que otra sugerencia y terminó por aprobar el proyecto.
Me gustan sus cuadros, el juego de luz y sombra… Visité su taller, conozco su trabajo, le tengo confianza.
Bueno, entonces no se preocupe. A su hijo le gustará. Simplemente no me apure, estoy muy ocupado en este momento. Una exposición que preparar… Le prometo que tendrá su regalo a tiempo.
Se pusieron de acuerdo con el precio. Silvina pidió simplemente poder pagar en cinco cuotas, lo que Yves, por supuesto, aceptó.
No se habló más del encargo durante varias semanas. Yves, muy ocupado como había dicho, espació sus visitas. Lo oí solamente, una vez, agradecer a Silvina por el cheque que había recibido. El asunto estaba encaminado. Yo esperaba, impaciente, conocer aquel cuadro “hermano” ya que, lo confieso, me sentía algo celoso de antemano.
Desgraciadamente, la salud de Silvina se deterioró. Las crisis de artritis cada vez más frecuentes la obligaban a guardar cama o a quedarse recostada en un canapé frente al televisor. Deseaba recibir sólo pocas visitas. Su hija, visiblemente, soportaba mal la fragilidad materna y alternaba las manifestaciones de impaciencia y de solicitud. Fabián venía con frecuencia, atento y discreto, como de costumbre. Yves aparecía a veces, con un libro o con flores, alabando su buen aspecto de ese día, “mejor que el de la vez anterior”. Silvina acogía sus poco creíbles comentarios con una sonrisa fatigada.
Mi querido Yves –le dijo un día- Acuérdese del cuadro de Víctor. Temo no llegar a verlo…
Yves protestó vehementemente, mas ella continuó, entregándole un sobre:
Tome, estaba por pedir que le envíen esta carta. Se trata, en cierto modo, de nuestro contrato. Nunca se sabe, algún día le podría servir…
Estoy trabajando sobre ese cuadro –aseguró, muy serio, Yves- Se lo juro. Usted sabe, cuando yo me pongo a trabajar sobre un cuadro, me dedico a él completamente. En esos casos, pierdo la noción del tiempo, puedo pasar la noche desvelado, olvidar de beber o de comer… Ya pronto estará terminado, se lo traeré inmediatamente después.
Yo sabía, por experiencia, que decía la verdad. Lo que no sabía era que nunca le traería el cuadro encargado. Al día siguiente, Silvina se cayó en su sala de baño y se fracturó la cadera. Debió ser hospitalizada y operada. Me sentí abandonado en ese gran apartamento, donde ya nadie venía y donde el teléfono no paraba de sonar; los amigos buscaban preguntar por la salud de la anciana.
Silvina sobrevivió a la operación pero no a sus consecuencias. Falleció dos semanas después. Me dije tristemente, pensando en Lise, que mi encuentro con mujeres de edad nunca tardaba en terminarse en forma trágica.
El apartamento, un cierto tiempo, recobró vida. Susana, más agitada que nunca, se pasaba en él días enteros, mezclando sollozos y recriminaciones, dirigidas a Consuelo, la empleada, así como reproches destinados a Víctor, por teléfono. Este último, según entendí, no se había desplazado durante la hospitalización de su madre. Vino para el entierro, pero no llegué a conocerlo. Se alojó en casa de la hermana y volvió rápidamente a Barcelona donde sus pacientes, según dijo, lo esperaban.
No vi a Yves durante mucho tiempo. Me preguntaba con inquietud si lo volvería a ver algún día. Mi vida, realmente, era una larga sucesión de rupturas y de separaciones. ¿Cuál sería la próxima etapa?
El apartamento iba a ser vendido. Susana se puso a vaciarlo poco a poco. “¿Qué hacer con todos estos muebles, todos estos cuadros? –se quejó un día a una amiga que había venido a ayudarla- Me llevaré una que otra cosa, pero no más… Todo esto no va con mi casa, no es mi estilo. ¡Además, en mis tres minúsculos ambientes!... Este –dijo de pronto, mirándome- es un muy buen amigo de mi madre que lo hizo. Yves Volpi, no sé si lo conocés… Buscó a ponerse en contacto conmigo últimamente. Me dejó un mensaje; tiene algo que decirme, parece. No sé lo que es”. Yves trataba seguramente de dar con Susana a propósito del regalo de Víctor. Debía sentirse molesto… ¿Cuánto había cobrado ya, y qué pensaba hacer con el cuadro encargado? Reclamar dinero a la familia en ese momento era delicado.
Yves terminó por localizar a Susana una mañana en que ella estaba en casa de su madre. “Sí, Yves –le oí decir- Usted me buscaba para algo… ¿Qué me quiere decir?... ¿Un papel? ¿Una carta?... Usted es muy misterioso… ¿Una carta de mi madre, ah sí?... ¿Voy a entender, dice usted? ¡Por el momento no entiendo nada!... De acuerdo, okey, la leo y hablamos después… Envíemela aquí, yo casi no me despego de esta casa. Tengo que sacármela de encima. Víctor me deja a mí todo el laburo, muy contento de aprovechar del resultado después, como de costumbre… Ya lo sé, no es cosa suya. Hasta pronto…”
A mí me pareció muy desenvuelta la forma en que Susana se deshacía del lugar donde su madre había vivido los últimos años. En cuanto a Yves, pensé que había encontrado una manera indirecta, y poco valiente a la vez, de tocar con la familia de Silvina el tema del cuadro encargado.
La carta anunciada llegó dos días más tarde. Susana, las cejas fruncidas, la leyó y releyó varias veces. La oí refunfuñar, quejarse de esa “manía” de su madre de andar con tapujos, jurar que estaba harta de su hermano y de sus complicaciones. Yves le daba el número de su teléfono celular. Lo llamó en seguida. “Yves… Recibí su carta. Yo no estaba al tanto de nada, por supuesto. Mi madre, pobrecita, era extraordinaria. Mi opinión le importaba un pepino, todo lo hacía a escondidas… ¡No se vaya a imaginar que voy a pagar ni la mínima parte del regalo de Víctor! ¡Ni siquiera sé si lo va a querer, su regalo!... Vea usted eso con él… Es lo único que le puedo decir… Sí; tiene que venir uno de estos días. Para firmar papeles y esas cosas… sabe cómo es, una sucesión… De acuerdo, cuando él llegue, lo llamo.”
Ese cuadro hermano, el flamenco, seguramente yo nunca lo conocería. En cuanto a Yves, al no estar más Silvina, ¿habría de perderlo nuevamente?
No inmediatamente en todo caso. Dos o tres semanas más tarde, Susana llamó a Yves para informarlo de la llegada de Víctor a París. “Tome cita con él, arréglense ustedes dos –le dijo- Yo no quiero tener nada que ver en este asunto. Va a estar unos quince días en París… Sí, en mi casa, por desgracia. Tome nota de su número de teléfono. Si él no lo llama, lo que no tendría nada de extraño (¡Hasta sería lo más probable!), llámelo usted”. Le dio el número a Yves, antes de volverse involuntariamente hacia mí y añadir: “A propósito, quería decirle… Su cuadro, el tango, ¿usted sabe que está en mal estado? Bueno, no el dibujo en sí, pero… Hay unas manchas amarillentas y mugre que se metió dentro… Ah, ¿ya lo había notado?... Estoy levantando la casa; para vender el piso, o tal vez alquilarlo. Voy a mandar muchas cosas a un depósito, usted sabe, de esos donde las ponen en venta al mismo tiempo… e intentaré vender otras yo misma. Hago venir a los amigos, a los numerosos conocidos de mi madre; organizo lo que en Argentina se llama ‘feria americana’… Se acostumbra hacer eso, allá. Pero las cosas tienen que estar en su mejor estado; así que me gustaría que limpiara ese cuadro. Debería ser cosa fácil para usted; yo no tengo ni el tiempo, ni la capacidad, ni las ganas de hacerlo… Entonces, venga uno de estos días…”
No me esperaba a esto. Para embellecer, iba a reencontrar a Yves y, sin duda, su taller (¡y conocer al mismo tiempo el famoso cuadro hermano!). Antes de volver a perderlo, quizás definitivamente.
Esa limpieza, en verdad, la necesitaba. Tanto tiempo transcurrido desde mi partida de lo de Yves, tantos desplazamientos y manipulaciones sin demasiados miramientos, habían dejado sus huellas en mí. El paspartú había cobrado un color amarillento; el polvo se había acumulado en las esquinas, debajo del vidrio; en ciertas partes, el fondo se había despegado.
¡Con qué alegría volví a lo de Yves, y con qué emoción reencontré su taller! El mismo de antes. Con algunos cuadros conocidos y muchos desconocidos. Oleos, principalmente; como si mi desaparición (demasiado dolorosa, pensé) le habían hecho trocar la plumilla por el pincel… Pero el cuadro del flamenco, en tinta china como yo, lucía allí, magnífico.
Un hombre y una mujer se hacían frente, con sus cuerpos arqueados, sus brazos levantados, una de sus piernas doblada, lista para dar su golpe en el suelo, transmitiendo con todo su ser la altivez del alma gitana. Ellos no se salían del marco. Pero su postura anunciaba el inminente taconazo, antes de que giraran sobre sí mismos en un mutuo desafío. Sí, un magnífico cuadro, en efecto. Víctor seguramente apreciaría. Para Silvina, desafortunadamente, ya era demasiado tarde.
Curiosamente, no me puse celoso. Ese cuadro y yo nos completábamos; formábamos un todo donde la danza expresaba la complejidad de la relación entre el hombre y la mujer: acuerdo íntimo, fusión, en un caso, afrontamiento y provocación en el otro… Porque ¿qué otra cosa es esa relación, sino una ineluctable alternancia de fusiones-oposiciones: fusión más allá de la diferencia entre los sexos, como en el tango; y oposición implacable de dos seres idénticamente reflejados en la mirada del otro, como en el flamenco…?
No sentía celos porque en realidad, modestia aparte, pensaba que el cuadro hermano no se igualaba a mí… Lo que Yves confirmó él mismo el día siguiente, mientras se ocupaba de mi aseo: “Este cuadro –murmuró entre dientes- es el más logrado de todos los que he hecho… ¡Cuando pienso que me pertenece y que tendré que separarme de él de nuevo! ¡Para darlo a esa mujer a quien le importa un bledo, además!” Una vez su tarea terminada, me instaló sobre un caballete, en el mejor lugar del taller, con el flamenco a mi lado.
Víctor tardó un mes más antes de venir a París. Susana, entre tanto, se preparaba para marcharse a la Argentina, pues había decidido probar fortuna en Buenos Aires. Yves supo por Fabián de la llegada de Víctor. Lo llamó por teléfono, dándole cita en el taller para que vea su regalo. Puesto al tanto del asunto por su hermana, se mostró, según entendí, reticente y casi descortés. “No le anuncio el tema, –le dijo Yves- lo descubrirá usted mismo… ¿El tamaño? Un poco más de un metro de alto, y como setenta centímetros de ancho… ¿Demasiado grande? Su madre me decía que usted estaba muy bien instalado, que disponía de lugar… ¡Un cuadro, además, no se juzga según el tamaño! Venga a verlo primero, sin prejuicios… Su madre estaba segura de que le gustaría y se alegraba de ofrecérselo… Sí, por desgracia, no llegó a verlo, pero estoy convencido de que…” Se dieron cita. Yves colgó el teléfono, muy disgustado: “¡Ese tipo! Ninguna sensibilidad artística… Y amarrete como la hermana”.
Víctor era de pequeña estatura y de aspecto nervioso, como Susana. Cuando llegó, su mirada era sombría, su expresión cerrada y el tono de su voz seco. No inspiraba ninguna simpatía, y no evocaba en nada la figura del médico eminente a la cual su madre había querido hacer creer.
Muéstremelo –dijo en cuanto llegó.
Tómese el tiempo de mirar –contestó Yves, lo más amablemente que pudo- Dese el tiempo de conocer mi trabajo. Podrá juzgar mejor su cuadro después.
¿Mi cuadro? –gruñó Víctor- Todavía no es mío.
Ese tipo, realmente, era muy antipático.
Pasó rápidamente en revista los cuadros expuestos. Yves observaba discretamente la expresión de su rostro, expresión que, a decir verdad, permanecía hermética. Se inmovilizó un instante sin embargo, frente al flamenco y a mí, impresionado sin duda, pero sin querer mostrarlo.
¿Y…? –preguntó Yves con una sonrisa.
Si es uno de esos dos cuadros… Son buenos, lo reconozco. Pero ya le digo: no quiero un cuadro tan grande. En realidad, yo no quería ningún cuadro. Mi madre quiso darme un gusto, pero me conocía mal, no es eso lo que más… -Se volteó hacia Yves y lo miró en los ojos- No estoy dispuesto actualmente a gastar plata en un cuadro, sea cual fuere. Tengo otros gastos en este momento. Mi madre dejó más deudas que otra cosa… Entonces…
Hubo un silencio.
Mire… -dijo lentamente Yves- Su madre me pagó tres de las cinco cuotas. ¡No me va a pedir que se las reembolse! Yo cumplí con su encargo. Pero lo que puedo hacer es darle a usted otro cuadro, más pequeño, que le convenga. Así, estaremos a mano. ¿Qué le parece? ¿Quiere mirar de nuevo?
El hombre parecía desconcertado, sin encontrar argumento para replicar.
Yo pongo toda mi buena voluntad, reconózcalo –añadió Yves- Me quedo con un cuadro que no había previsto conservar. Y, peor aún, con la sensación de traicionar la voluntad de su madre que lo adoraba… más de lo que usted parece creer.
A mí me extrañaba que Víctor no preguntara cuál era el cuadro que le estaba destinado. Y que Yves no se lo dijera tampoco. ¿Aquel hombre excluía hasta ese punto su adquisición?
Bueno, –La voz de Víctor se había vuelto indecisa- miro un poco más.
Tome su tiempo. Para mí, lo que cuenta es que el deseo de Silvina sea cumplido, de alguna u otra manera. Lo que ella quería para usted…
¿Qué es lo que quería? –El tono de voz ya no era cortante. Tal vez porque sabía que no pagaría nada, el hombre abandonaba su máscara agresiva- ¿Cuál de esos dos cuadros había encargado?
Vi la mano de Yves levantarse y tenderse… ¡hacia mí!
Aquél, el tango…
Sus palabras me hicieron el efecto de una bomba. ¡¿Se había vuelto loco?! Yo estaba indignado, herido como por una traición. Por supuesto, no le pertenecía. ¿Pero no había deseado guardarme con él? Con esas palabras, parecía querer deshacerse de mí.
Bueno –continuó Yves, muy calmo- vamos, usted y yo, a cumplir de todos modos el deseo de su mamá.
Mientras hablaba, descolgaba un cuadro, un óleo pequeño que representaba él también una pareja bailando tango. Una pareja inmovilizada en una pose casi acrobática: el cuerpo casi sentado sobre una pierna doblada; la otra pierna, muy recta, extendida hacia atrás. El hombre y la mujer, como la pareja del flamenco, se enfrentaban, mirándose a los ojos. No se sabía si se oponían o si, al contrario, fusionaban, logrando así una suerte de síntesis de las dos parejas representadas por mi cuadro hermano y por mí.
Tome –dijo Yves- es su querida mamá que se lo ofrece. Ella quería para usted un cuadro que le recordara sus orígenes… los de ella y los suyos… No tiene nada que pagar. Y por cierto el tamaño es el que le conviene –Luego añadió, sonriente- Estoy seguro de que hará sensación en su selecta clientela.
Víctor parecía desconcertado. Esbozó una vaga sonrisa, miró el cuadro, dejó que Yves lo embalara en una gran hoja de papel kraft y se fue.
Yves cerró la puerta tras él, me miró, el rostro iluminado por una amplia sonrisa, y dijo: “Ultima etapa: Fabián”.
Tomó el teléfono y lo llamó. A Fabián le contó las cosas tal como habían sucedido. “Jugué al póker. –convino- Jugué sacando partido al mismo tiempo de su tacañería, de su fibra patriótica y de su fibra sentimental. Ese hombre antipático amaba tal vez más a su madre de lo que quería mostrar. Me quedo con el cuadro del tango, Fabián; te lo digo, no se lo devuelvo a Susana. A ella no le importa y además es mío, tú lo sabes bien… o a lo sumo tuyo… -corrigió.
Yves, en efecto, no me devolvió a Susana. Ella me olvidó, absorta por los preparativos de su partida a la Argentina. El apartamento de Silvina fue vendido. Pocos días antes de dejar París, Susana se acordó de mí y llamó a Yves. Este, sin embargo, había preparado de antemano la respuesta. “No me olvido del cuadro, Susana, pero sé que usted quiere venderlo. Tengo justamente un comprador eventual que no ha tomado aún su decisión. Déjeme sus datos, la tendré al tanto…”
Susana se fue a Buenos Aires sin mí. Fabián, que no sentía mayor simpatía por su prima, se hizo cómplice de Yves y lo apoyó. Decidió reivindicar, si me reclamaba, el derecho de guardarme con él, en recuerdo de Silvina.
El cuadro del flamenco terminó por venderse. Nuevos cuadros aparecieron, otros dejaron el taller. Yo no… Sé que mi presencia junto a Yves es definitiva. Mi largo periplo llegó a su fin; el círculo se cerró.
Yves envejecerá; un día desaparecerá. Yo no. Quizás mi condición de errante volverá a comenzar. ¿Quién puede decirlo hoy día?
Sería entonces para mí el principio de una nueva historia.
Escrito y traducido por Daniela Covo
Marzo del 2010