Al otro lado del sueño de Luisa Ballesteros
Luisa BALLESTEROS ROSAS, Al otro lado del sueño,
edición bilingüe, París: L’Harmattan, 2011; 98 p.
En los años 90, Montserrat Ordóñez y Diane E. Marting se preguntaban si había escritoras en América Latina. La respuesta, si nos atenemos por ahora al caso concreto de las latinoamericanas en París, es evidentemente positiva. Sin embargo, y a pesar de algunos signos alentadores, su creación continúa siendo poco reconocida. Los hombres han olvidado, con evidente deleite, que en muchos casos sus colegas femeninos les han precedido por años en combates literarios por la justicia y el reconocimiento. Se les condena por ello al silencio, como en el caso de las religiosas Josefa del Castillo y Juana Inés de la Cruz; se les envía con violencia a la oscuridad polvorienta del olvido, y evoquemos sencillamente las situaciones de Clorinda Matto de Turner y Gertrudis Gómez de Avellaneda, que a riesgo de su propia vida denunciaron las injusticias para con el indio.
Pasa el tiempo que ha de pasar. Georges Bataille, años después y con su pluma acerada y obsesa, reconocía: «Escribo; no quiero morir», como en una anacrónica respuesta especular a aquella afirmación del poeta español según la cual «la poesía es un arma cargada de futuro». Todo es cuestión vital, existencial ante la duda cósmica al perseguir la búsqueda del absoluto. ¿Son dudas de la humanidad? O, por el contrario, ¿es preguntárselas lo que nos certifica nuestro carácter de humanos? Para Luisa, «crear es vivir» (20), tal es el destino ineluctable. Si no se escribe se ha perdido el día, y éste, entonces, «tiene la inutilidad de la lluvia / que cae en el mar» (30). Quizá podríamos sintetizar así el mensaje de su libro Al otro lado del sueño, que nos reúne hoy aquí.
Boavita, en medio de las montañas del bello departamento de Boyacá, tiene tal vez la clave de la poesía de Luisa Ballesteros Rosas, pues ella nació entre sus colinas verdes, trabajadas con cariño por sus gentes desde hace milenios, barridas por los vientos que bajan de las alturas arrastrando aromas silvestres. Ellas forman parte indisociable de la voz poética de la autora que, ella misma lo reconoce, viaja «atada a [sus] raíces» (72) para enfrentar la soledad en la distancia. En Boyacá, lejos de los centros vitales de la colonia, se han mestizado los indígenas herederos de los guanes, con su independencia intacta, y las hordas alemanas de los enviados por los banqueros Wesler: la ruda fortaleza muscular de los nativos con los ojos verdes y el pelo dorado de los invasores.
Luisa ha publicado los poemarios Pluma de colibrí (1997), Memoria del olvido (2001), Diamantes de la noche (2003) y Pies de sombra (2007), que constituyen los hitos de su obra literaria, algunos de los pinos que hacen el bosque. Por el momento, dejamos de lado los libros de ensayos destacando, sin embargo, que giran alrededor de la mujer escritora en la sociedad latinoamericana, y de su constante y silenciada contribución.
La luna, sobre la cual ya ha escrito Ballesteros, reaparece aquí bajo su aspecto dual, dos caras, una observable, fotografiable, cartografiable; la otra, oscura y desconocida, del lado de la sombra, imaginaria, perteneciente al mundo del sueño. Pero estas dos facetas le otorgan también a Selene su carácter variable, inestable e inconstante. No obstante, el lado desconocido u oscuro podría ser igualmente una manifestación del subconsciente, o, para decirlo en palabras de la autora, una «consciencia de luz en nido de silencio» (10). Constituye igualmente un lugar de protección, un nido donde reconstruirse, confrontarse, volver a las fuentes y aunar fuerzas:
Me refugio
en el sueño de la noche
donde la luz no entra
sin traje de deseo
y me pierdo
en una pasión sin tregua
Salgo de la oscuridad
con puñal de fulgores
a conquistar el mundo.(88)
Lo que nos hace evocar los ritos de paso. En la cultura Wayúu, por ejemplo, las adolescentes son aisladas en una choza oscura, se les cortan allí los cabellos, se les enseña su papel de mujer y las futuras tareas que van asociadas, y luego, en medio de la fiesta de la Chichamaya y del chirrinche, se las reintegra en sociedad, donde luego el marido caerá conquistado.
No obstante, acceder al lado oscuro no es gratuito ni sin peligros. Hay que franquear las puertas o las ventanas, pasar a la otra orilla, deslizarse como nos enseñó la corajuda Alicia del endiablado Carroll. Luisa nos lo recuerda acotando que allí se halla el «Ojo ciego del otro lado del espejo» (10), ojo que debe permanecer alerta como un centinela que no teme la mordedura del hielo. Esta búsqueda conlleva una cierta desnudez que permitirá imprimir las nuevas sensaciones en la «carne viva», sin protección alguna, como los árboles reciben la nieve en diciembre, bella imagen evocada en el poema «El otoño ya se va» (56). ¿Kafka no hacía grabar el texto de la ley sobre la piel del culpable, de manera que no la pudiera olvidar jamás?
La obsesión de encontrar alguna otra posibilidad exige un esfuerzo, se debe buscar y osar una apertura, arriesgarse a abrir esas «Puertas que llevan al misterio / donde llega la luz con sus promesas» (16). Tal posibilidad de paso puede desplazarse y generarse en otra ciudad, como en Roma, por ejemplo, donde los puentes son para la autora las metafóricas barcas de paso entre los dos costados. Dos entidades que no son exclusivamente dos orillas enfrentadas, sino dos mundos paralelos, el de la evocación onírica por un lado, y el del aquí y ahora, el de las gentes, calles y ciudades que nos rodean en el cotidiano, por el otro.
Ballesteros sostiene que es vital conservar intacta la capacidad de sorpresa. Su errar por las ciudades, buscando la parte que le pertenece al aquí y la parte que permanece allá en el lugar del origen, intenta simultáneamente mantener la lúcida ingenuidad: «En el antro de su mano / la niña guarda la inocencia / del silencio» (28). La creación permanente sólo es posible si este requisito se cumple, sin agotarse en sí mismo, sin bastarse en su exclusividad. Este antro no es necesariamente oscuro, ni tampoco un mal presagio. En el poema «Pies de sombras», especie de bilan, de balance parisino, la poeta reconoce que «Una serenidad envuelve mi alma» (78). Mejor conocer la verdad, incluso si esta no nos conviene y nos quema. En la aceptación, en el reconocimiento de nuestra pertenencia está la tranquilidad, porque esta aceptación de sí puede constituir uno de los elementos centrales de la búsqueda: «Fulgores de luz / me colocan delante de mi sombra / a realizar que ya tenía / lo que siempre busqué» (86).
Seguramente es desde este ángulo de visión que se cuestiona en el prefacio Michèle Ramond, al preguntarse si «Le meilleur poème n’est-il pas celui qui emporte loin l’amertume et qui apporte à sa place le bonheur d’un jour resplendissant?» (9). Todo puede comenzar. El punto de partida es el del chamán, que se separa de la realidad ayudado por la insistencia del incienso embriagador o de la ayahuasca, y que viaja cual jaguar al país de los espíritus para comprender la enfermedad que está causando la ruptura del lazo social de su paciente. La licantropía es aquí un cordón umbilical con el otro lado, donde ya es posible el abandono:
Un perfume dulce de copal
penetra el vientre de la selva
Sin parpadeo humano
la Isla se entrega
a su sueño rojo.(42)
En la libertad del sueño puede comenzar la quête. Esta búsqueda es un eterno fluir, como aquel del ancestral río de Heráclito: el paisaje es una liana terca que mantiene al ojo despierto, obligadamente al acecho. ¿Es entonces aquí el ojo una especie de lente que permite observar hacia adentro? Vemos desfilar la presencia constante de los ríos: el Tíber, el Danubio, el Inn y el Ilz, la Drôme, entre otros; el Sena, sombra constante no nombrada, fluye, fluye insistente, y en su brillo nos miramos para volver al espejo de la realidad. Fluyen y pasan también las estaciones, siempre diferentes y siempre las mismas. Pero aquí el prisma lo constituye el estado anímico de la poeta: «Me pregunto si no somos sombras / sitiadas por la misma sombra / contándole los dedos a la oscuridad» (58). O como lo encontramos en el poema «Ruinas ambulantes», «Somos imágenes similares / a rostros de pasado / Repeticiones de otras comedias / interpretadas infinidad de veces» (60). No estamos aislados, formamos parte de un continuo existir, de una larga cadena en el pasar donde se acepta el anonimato. ¿No era ése el fluir de los ríos aquellos que van a dar a la mar, magistralmente evocados por el poeta Manrique? «Somos hojas secas / jugando a estrellarnos con el aire / a circular con un nombre prestado» (62), escribe Ballesteros. Fluir en la constancia, en el olvido incluso, fluir como razón de la existencia.
Lo único que no puede redundarse, dado que le es imposible reiterarse, es la hoja de papel, esa «página que nunca se repite», como leemos en uno de los poemas (10). Sea una página en blanco o una tela impoluta, nada debe ser obsoleto; los colores están allí para generar lo nuevo, para recrear el universo por medio de transparencias y sombras como en la pintura al temple del siglo dieciocho, donde la superposición de capas sucesivas generaba la profundidad.
El crítico colombiano Isaías Peña Gutiérrez, en la presentación de otro de los libros de Luisa, afirmaba que ella posee «la pasión de quien abre los ojos para luego entrar en el sosiego de los ojos cerrados, tratando de memorizar, con colores inventados, los olvidos que la memoria abatirá». Es este sosiego, finalmente, el objetivo final del cuestionarse literario, de la búsqueda irredenta: «Sosegarse en el seno de la noche / para inventar el día / y despertar por fin / iluminado» (94). Las palabras finales del poemario constituyen entonces una invitación a proseguir el camino y la búsqueda, a pesar de los obstáculos y dificultades. ¿Estaremos condenados a que la búsqueda sea en sí misma la razón y la explicación de la existencia?
Ernesto Mächler Tobar
Paris, le 5 juillet 2011