La humana contemplación de lo divino por Alonso Quintín Gutiérrez Rivero
Hay quienes salvan el mundo con la simple memoria de sus actos. Hay quienes despejan el horizonte con la mirada apacible, sin poner a batallar sus penas. Hay otros que imaginan mundos para vivir en ellos, como si fueran barcas atravesando mares bravíos. Hay quienes predican desde altas torres dogmas aprendidos en el lenguaje de los días, como si evocaran civilizaciones perdidas. Hay quienes enseñan su historia y nos la entregan convertida en fiesta. Hay quienes olvidan su derrotero de malvados secretos y regresan desde el inocente ocaso a contarnos la leyenda de un rey caído bajo los despojos del amor en sus portales. Hay quienes olvidan el oleaje de la humanidad estremeciendo la aldea que habitamos a expensas de las eternas verdades. Hay quienes claudican sus propias convicciones para aferrarse al misterio que asedia a los humanos.
Bertha Rojas, la poeta de “Los anhelos enredados en el aire”, nos entrega un poemario de sutil orfebrería, tachonado de fuegos, fraguado a veces en el taller del sufrimiento y, otras, en el encanto de su dulce acento. Sabe Bertha, que “La luna sigue vertiendo sus reproches sobre el eco suspirado de la sombra”. Que, sola en medio del desconcierto universal, perdurará con sus versos en el preludio de una era de febricitantes desafueros y maltrechos monjes en el ocaso de plegarias desdichadas.
Su poesía es contundente y precisa de una antorcha para seguir sus huellas, “Hacen fogata sobre sus propios entierros” (Ventajas del silencio). Acaso su condición de poeta iluminada, despeja la noche de los siglos, para otorgarnos el privilegio de su asombro. Ella ha querido viajar por ese mundo al desamparo de su acento, como si nada le permitiera algún descanso en medio de su furiosa embestida poética. “La vida termina hoy // empezamos a vivir de nuevo” (Exhortación). “Algún día el sol me dará su espada” (Cortesía). Su poesía es fuego y pasión: “No hay bálsamo // para este juramento” (Luna de años) “Suenan campanas de miseria // testigos somos del juego que separa las conciencias…Necesitamos un milagro que rompa el egoísmo” (Séptima estación).
El papel de la poesía es sensibilizar. Construir mejores seres humanos. Mejorar la sociedad, sin que explícito esté en el discurso poético. Por eso Borges exclama en el paroxismo de su diafanidad: “He cometido el peor de los pecados // que un hombre puede cometer. No he sido feliz… siempre está a mi lado // la sombra de haber sido un desdichado”. El poemario de Bertha, nos aproxima a esa sentencia de escepticismo “El perfume de los rostros ha oscurecido… la paz y la justicia siempre mueren // en la súplica de todos los altares” (Al final del cuento). La cuenta regresiva del tono poético en busca del perdido bien o, tal vez un llamado vehemente a ser otros en medio de la borrasca humana. Como diría el invocado Borges, quizás un hombre pueda sentir felicidad, “esa ráfaga de felicidad” al cruzar la calle, esa misteriosa felicidad que nos cobija cuando nos percatamos que la vida pasa, y nos quedamos pensando en ese pasar, sin arrepentimientos ni esperanzas. La poesía mide la estatura del deseo y el misterio del ser. “La maestría de Dios”.
En el poema “Superficie de hierba”, Bertha señala la elipsis de la muerte en esa estancia donde el alma parece gritar: justicia, sin que su exaltación exhale un desborde o una enmienda. No. Se limita a dejar al lector en ese suspenso, que implica volverse autor del innombrado cadalso. “A la sombra de los árboles // las golondrinas agonizan //… no tienen espacio para celebrar su entierro…// en la humedad del fango // cuántas víctimas inocentes // se han quedado en la penosa tarde // sin nombres ni apellidos”. Poesía comprometida, dirán algunos. Referencia de un país acorralado por la brutalidad y el horror. Bertha no defiende una postura política. Se limita a exponer su asombro. Su desazón. Su angustia. Nos señala un camino. Una liturgia. Un desencanto, que al no nombrarlo asedia a los lectores con pasmosa insistencia. Quizás, ese es el oficio de la poesía: transformar la sociedad, desde la conmoción de la poeta padecida en soledad.
El encanto de la poesía es ir de lo individual a lo universal, singularidad que se vuelve todo. Diáspora de imágenes en asedio de la conciencia, desde las ocultas nieblas para hacerse a la luz. Ese es el milagro de esta gran poeta para quien la férvida sombra dialoga con la muerte, en abismos de silencio. Sartre decía que la elección que el hombre hace de sí mismo, se identifica absolutamente con aquello que llamamos destino. El destino inexorable elegido por Bertha es la poesía con todos sus riesgos y acechanzas. Lo hace a través de una elaboración cuidadosa desde el tejido espiritual consagrado al dios del vino, sin alterar el orden establecido por sus propias leyes. Sus versos son salvíficos y arteros. Condenan y acarician en litúrgica adoración. Lo trágico y lo simple en constante diálogo. Como si quisiera devolvernos la realidad en filigranas de oro cuyo oficio es hacer de los lectores, devotos de un nuevo escepticismo, o, de otra realidad que comienza en cada tono, en cada sensación, en cada lejanía. Espejos para limpiar el alma, de quien se aproxime a esos fuegos. “Se empapó el cielo de lágrimas // y aquí todavía no llueve // el sol no brilla // ni replica su añoranza // en este mar sereno // se despiertan los silencios, // vuelve a respirar la noche // los malvados sonríen desde lejos” (Nieve silenciosa). Eduardo Gómez confirma con sus propias palabras, eso que el poeta asume y rehúye, pues “Solamente existe en verdad el oficiante // el elegido por cadenas de sucesos hacia atrás…// poseemos demasiados recuerdos // y pocas esperanzas”. Por ese sendero de significantes deambula esta poesía que se yergue entre el claroscuro de una realidad que parece diluirse en medio de neblinas y elegiacas contorsiones. “En este torbellino de luz // se revisten los semblantes // de una nitidez cándida y profunda // … ven acércate más”. (Torbellinos de luz).
Tensar el arco de la lira poética es advertir la epifanía de sótanos ocultos, por donde aparecerá el infortunio o la lucidez, que para el poeta es su locura y su obsesión. “Cuánta muerte en vano”, dirá el poeta y Bertha en exhumación lírica: “La luna sigue vertiendo sus reproches // sobre el eco suspirado de la noche” (Huellas lejanas). La palabra evoluciona en busca ruindades y miserias, para regresárnosla hecha milagro y fantasía: “Y los cerros se volvían // hilos de acuarelas”. Algo más que pintar el paisaje. Pintar el alma con siluetas de atmósferas sustraídas al azar de la conciencia expandida sobre una realidad, editada, elaborada, por el crisol poético.
Este libro, producto de la discreción y la certeza, de saber hacia dónde dirigirse, está destinado, con su vigoroso encanto, a entablar el diálogo del destino señalado por su autora. En él encontrará fogatas sobre lagos, presencias de rostros inmaculados, “jinetes blancos con cara de demonio” “prendas en el aire” “Fantasmas con rostro de mujer”, “Fingidos huertos” “Bálsamos para este juramento”, “Sabor a fresa en tus palabras”, pinturas, para extasiarse y asirse a un paisaje prometeico, donde conciliar la adorable sumisión a la belleza y perpetuar el dogma del amor a la humana contemplación de lo divino.