Relato : Trámite de residencia por Fernando Ainsa
(Nueva York, 1971)
No dejó de mirar la lista de “Servicios profesionales” bajo el rubro de Abogados ofreciendo: “Le tramitamos su residencia, la Green card y le conseguimos ofertas de trabajo” (como quién dice todo lo que se busca en este tipo de paraísos). “Ahora, nuevas oficinas en Manhattan. Atendemos de lunes a sábados de 10 am a 7 pm en 1153 Broadway, esquina 26 Street, oficina 637, Teléfono 929.1279. VISA RÁPIDA Inc. A continuación, otro anuncio en la misma columna afirmaba: INMIGRACIÓN: “Todos los casos de inmigración y tramitación de documentos para visas de residentes, estudiantes y traer a sus familiares, contratos de trabajo, asuntos legales. Llamar al Licenciado Agustín Rico, 875.4572”.
Le bastaba con cualquiera de estos dos anuncios para decidirse, pero había muchos más en la misma columna del diario en español de Nueva York, EL DIARIO, aunque sospechó que todos serían muy parecidos: un licenciado cubano con el título revalidado (o no), una secretaria con minifalda, rostro redondo y acento caribeño, metidos en una pequeña oficina con puerta acristalada, un teléfono con línea casi siempre ocupada, una ventana dando a un callejón, un sillón de cuero ajado y un par de sillas desvencijadas.
Honorarios a fijarse según el trámite, pero siempre sujetos a revisión, dependiendo de las dificultades que fueran surgiendo, lo que sospechó debía suceder con demasiada frecuencia. Decidió llamar al Licenciado Rico y tras varios intentos infructuosos, logró comunicarse con una voz cantarina (nada caribeña por cierto) con reminiscencias del lejano sur que le dio una cita para un par de días después.
Allí estuvo, puntualmente, para descubrir que Agustín Rico, en efecto de origen cubano, era ciudadano norteamericano, lo que se preocuparía en subrayarle desde el principio y recordarlo un par de veces, al pasar, en la conversación. Descubriría además que la presunta secretaria de acento caribeño era una argentina que tenía que solucionar su propio problema de papeles. Le dijo que “el Licenciado estaba atendiendo a una pareja de peruanos que iban a ser expulsados en esos días, según un dictamen de un juez de Queens que iban a apelar”. Había que esperar en el pasillo y Rosa, así se llamaba la argentina, decidió acompañarlo para contarle su vida, como si la hubiera conocido en un Single Bar, recostada melancólicamente en el mostrador con un vaso de bourbon en la mano.
Juan Lathim (apodado Joe Latino por sus compañeros becarios) escucharía con creciente interés la historia de Rosa que aseguraba haber sido “profesora de filosofía en Jujuy” (sic) y que, como tantos latinoamericanos que emigran a Estados Unidos, Canadá o Australia, estaban dispuestos a realizar trabajos que nunca aceptarían en sus propios países : lavar platos en un sucio restaurante, limpiar oficinas de madrugada o cuidar de una vieja judía semi-paralítica (como había hecho ella) como teórica “dama de compañía” y en realidad como “criada para todo servicio”. Eso sí, al comer gratuitamente de lo que había en una nevera que abastecía una vez por semana con los quince dólares que le daba la judía, podía ahorrar algún dólar aunque el salario fuera magro, por no decir mísero. El hijo de la “vieja dama” llamaba una vez cada diez días y se aparecía algún fin de semana, cada tres meses. Rosa dormía en un catre plegable que extendía entre la nevera y una ventana que daba a un sombrío patio interior.
Era divorciada y ni su propio ex marido sabía donde estaba. Más bien temía que lo supiera. No sólo por la filosofía –que también él enseñaba en colegios secundarios– sino por cosas tan simples como el furibundo nacionalismo peronista que habían enarbolado juntos en los buenos tiempos de noviazgo y matrimonio. Años después, con el presidente de “facto” Agustín Lanusse otros gallos cantaron en el corral argentino y, ya divorciada, decidió emigrar, tomando el ascensor que, desde el subsuelo del Cono Sur, asciende verticalmente por el mapa al pent house neoyorquino. Lo hizo como turista, aunque sin pasaje de regreso. En Nueva York había descubierto las primeras dificultades de la vida “independiente”, aunque tuvo la suerte de compartir un pequeño apartamento con un grupo variable de estudiantes jujeños de Columbia University hasta que descubrió el anuncio de “dama de compañía” de la señora judía medio paralítica, madre de un hijo tan rico como desaprensivo. Al cabo de tres meses de miserias compartidas, cansada de comprar alimentación en una tienda kasher del vecindario, había visto el anuncio del Licenciado Rico que la aceptó de inmediato por aquello de “profesora de filosofía” que al parecer le había impresionado, decidiendo pagarle poco a cambio de tramitarle los papeles.
A esta altura, la puerta de la oficina se abrió y la pareja de mestizos peruanos salió acompañada de la recomendación “llámeme la semana que viene”. El Licenciado, vestido con un traje brilloso oscuro de buen corte, pero pasado de moda, lo hizo pasar, excusándose apenas de la tardanza en atenderlo. Juan Lathim al pasar al pequeño despacho, se sintió pisando tontamente con más firmeza el suelo (aún a la altura del piso 27 donde estaba) del vasto y complejo mundo en el que había decidido quedase a vivir.
Luego, sabría de sus dificultades como becario con un visado F.1 para tramitar su permanencia, e iría descontando fichas del optimismo inicial como hacen (hacemos) todos los que deciden hacer algo seriamente en sus vidas, como cambiar de país de residencia, por ejemplo.
Le quedó el consuelo de llamar de vez en cuando a Rosa, invitarla al cine, a comer hamburguesas, y, si todo cuadraba, acostarse con ella, que buena falta les hacía a los dos.