Semblanza del poeta nacional José Luis Díaz-Granados, a sus 70 años.
*por Federico Díaz-Granados*
Este es el título de uno de los poemas emblemáticos del chileno Jorge Teillier y que se inscribe dentro de la gran tradición de poemas al padre que han configurado, en gran medida, el carácter de la literatura escrita en español, desde las Coplas a la muerte del padre de Jorge Manrique hasta llegar a Algo sobre la muerte del mayor Sabines de Jaime Sabines, Mi padre el inmigrante del venezolano Vicente Gerbasi y tantos otros entre los cuales encontramos esta joya de Teillier donde nos recuerda:
Desde hace treinta años
grita “Viva la Reforma Agraria”
o canta “La Internacional”
con su voz desafinada
en planicies barridas por el puelche,
en sindicatos o locales clandestinos,
rodeado de campesinos y obreros,
maestros primarios y estudiantes,
apenas un puñado de semillas
para que crezcan los árboles de mundos nuevos.
En este caso, y “el día esté lejano” en palabras de Barba Jacob, no vengo a hacer una elegía. Por el contrario este año celebro los 70 años de existencia de mi padre y festejo su llegada a esta etapa de su vida en pleno ejercicio de su lucidez, su dignidad y la alegría de vivir. Y por eso los versos del poeta chileno me resultan pertinentes para intentar retratar a ese padre escritor, intelectual, amoroso en la casa y vehemente cuando es testigo de algo que atente contra la dignidad humana.
En las barriadas
Muchas veces he escrito sobre él y he participado en numerosos homenajes a su vida y su obra pero siempre hay algo nuevo, algo diferente para decir porque son innumerables las anécdotas de vida y las lecciones de persistencia, humildad y paciencia que he recibido de su parte, pero pocas he recordado lo que ha significado para mí esa imagen del padre en las barriadas, bajo las carpas de los festivales populares y en las tarimas improvisando consignas en actos sindicales o políticos. Y eso, sin duda, marcó la sensibilidad mía y de mi hermana Carolina que hemos encontrado en esa actitud una manera de estar en el mundo y de ser en la sociedad.
Fui niño en la década de los 80 y eso tiene unos matices particulares en la forma de definir una personalidad. Mi infancia estuvo marcada por los viajes de mi padre a la Unión Soviética de Mijail Gorbachov y por sus permanentes intervenciones en las peñas de solidaridad chilenas y recitales de urgencia en plena guerra sucia y de exterminio de la Unión Patriótica. Muchos centros culturales, casas de solidaridad, teatros y bares como Famas & Cronopios, Buho’s Bar, Sones y cantares, Café Libro entre otros organizaron actos y eventos necesarios para denunciar desde el arte la descomposición moral del país. Por esos días apareció el libroCantoral donde mi padre dejaba el testimonio de un momento y de un dolor de patria precisos para sobrevivir en esos años. El libro, prologado por Luis Vidales, traía entre otros los poemas Colombia vive y La libreta de teléfonos que se convirtieron en pequeños mantras de muchos lectores y ciudadanos. También incluía el poema Venga esa mano que nos recordaba el pegajoso eslogan de la campaña presidencial de Bernardo Jaramillo Ossa. Cada evento, cada reunión, cada regreso de sus viajes por la Unión Soviética o la RDA resultaba toda una aventura por el asombro y la maravilla. Era descubrir la solidaridad humana en su más clara expresión.
Un mundo luminoso
Los festivales de VOZ eran una cita obligada de todos los años. Primero en el Coliseo El Campín, luego en el Club de Empleados Oficiales y en la plaza del barrio Policarpa esta fiesta era el momento del reencuentro con tantos amigos. Había diversión, cultura, arengas y sobre todo fraternidad y afecto. Cada año yo echaba de menos algún amigo que habían asesinado o desaparecido y a pesar de que la tristeza y la indignación era un gesto común a tantos nunca se perdió la alegría y el optimismo por vivir. La poesía, una vez más, era un “arma cargada de futuro”. De aquellos días quedaron amigos y camaradas para la vida y un hermano como el poeta Armando Orozco cuya familia siento también mía. También quedaron en la memoria canciones sandinistas, música de protesta latinoamericana y española. De igual forma quedaron páginas de Eduardo Galeano y mi indeleble amor a la nueva trova cubana. Conservo souvenires rusos y algunos libros del ABC del Socialismo publicados por la editorial Progreso de Moscú y revistas de la Agencia de Prensa Novosti. Quise, en su momento, recordar todo aquel mundo luminoso de la niñez en un poema que publiqué en el libro Las prisas del instante y que titulé Good bye Lenin:
De niño algunas veces jugaba a ser cosaco.
Otras veces retozaba como Konsomol o cosmonauta.Así transcurrió la infancia:
guerras del Zar
en un patio sin nieve ni abedules,
ni estepas ni pueblos incendiados.
A veces era Kasparov o el osito Misha
y recreaba historias de amor en el transiberiano.La voz del padre, daba cuenta de matrioskas y samovares
y del mausoleo de Lenin bajo una luz ultravioleta.
de los monumentos a Puskhin y Máximo Gorki
y de las noches blancas de Leningrado.Era el verano de 1985
y por onda corta hablaron de la perestroika.
Cambiaron los coros del ejército rojo por canciones de U2
relatos de pioneros por un incendio en Chernobil.Y no volvieron los cosacos, ni los konsomoles,
ni los cosmonautas a mi cuarto
en aquella noche en que mi madre me daba las buenas noches
en voz baja para no despertar a toda la casa
mientras apagaba para siempre
la última luz de mi infancia.
La experiencia cubana
Si mi infancia fue “soviética” de los 80 la de mi hermana Carolina fue cubana, no solo porque los años 90 fueron quizás los más duros de la revolución, los del Periodo especial sino en los que proliferaron en todo lo largo y ancho del continente los eventos de solidaridad con la isla. Mi padre empezó a presidir la Casa Colombiana de Solidaridad con los Pueblos, que años atrás había dirigido nuestro querido Luis Vidales. Así, Carolina, no crecía con los íconos rusos sino con las imágenes de José Martí y Elpidio Valdez en medio de sones cubanos y poemas de Nicolás Guillén.
Apenas amanecía en el nuevo siglo cuando las circunstancias adversas, inexplicables y algunas veces con tintes de realismo mágico o realismo sucio llevaron a mi padre al exilio. Fueron casi seis años en los que Cuba lo acogió acompañado de su inseparable, incondicional, solidaria y guerrera compañera Gladys Siabato y de Carolina. Allí, en medio de la nostalgia pudo escribir, releer a sus autores tutelares y poner en orden sus archivos y viejos artículos. También regresó a una de sus pasiones: el periodismo que ejerció tanto en Radio Habana como en Prensa Latina.
Este año 2016 mi padre cumple 70 años, 30 de la publicación de su emblemática novela Las puertas del infierno que fue nominada al Premio Internacional Rómulo Gallegos y empieza de alguna forma a recibir los reconocimientos que hace mucho tiempo el país literario le debía. Para Carolina y yo es un motivo de regocijo y satisfacción ser testigos de estos honores y actos justicieros no es solo porque sabemos que es uno de los grandes escritores de Colombia sino porque hemos tenido el privilegio de tenerlo como un padre ejemplar y un amigo y confidente excepcional y sabemos de primera mano sus cualidades insuperables como ser humano. Y como ocurría con el padre militante de Teillier seguiremos escuchando su voz cálida cantando “La Internacional” a las doce de la noche de los años nuevos y recitando algún poema de los poetas combatientes del mundo que tanto ama como Neruda, Raúl González Tuñón, Gabriel Celaya o Rafael Alberti entre tantos.