Cuento : A orillas del río POTOMAC de Fernando Ainsa
A orillas del río Potomac en el East Potomac Park de Washington DC aquella tarde de junio de 1971, con los cerezos en flor, fumé mi primer cigarrillo de marihuana. Estaba con Dusan Krajinovic, corresponsal de Política de Belgrado, y con Mario Aratanha del Jornal do Brasil, terceto que formábamos en nuestras andanzas periodísticas por Estados Unidos. Acabábamos de entrevistar al General Westmoreland en el Pentágono para escucharlo defender con entusiasmo la intervención de Estados Unidos en Viet-Nam. Necesitábamos distendernos y nos fuimos por el parque hasta sentarnos en la hierba frente al río.
En ese momento Mario extrajo de su bolsillo un pequeño talego de cuero y empezó a liar un cigarrillo con parsimonia: “La marihuana —nos dijo con tono pedagógico— abre las fuerzas de la percepción aguda sofocadas por esta civilización en que vivimos. Desde tiempo inmemorial monjes y sabios se han evadido mascando dátiles y hierbas cultivada con esmero. No hacemos ahora mas que seguir esa búsqueda de otra dimensión con esta maravillosa planta que se prohíbe por razones que deberían cuestionarse, tales son sus beneficios probados”.
Mario encendió el cigarrillo con un mechero Zippo (de moda por aquellos años), dio una profunda calada y me lo pasó. Mientras inhalaba por primera vez el aromático humo, recordé la conferencia del congresista republicano de West Virginia que habíamos escuchado la víspera en los salones del Watergate Hotel a orillas del Potomac. Me había sorprendido un negro bien trajeado con zapatos de charol abrillantado, sentado en aquel salón con diecisiete arañas iluminadas, pisando las espesas alfombras, como nunca hubiera podido hacerlo en su cabaña del sur profundo. Creí verlo como un viejo Uncle Tom traído para decorar el mitin del partido republicano. Su piel oscura resaltaba entre la de la great majority, blanca, rubia a todo lo más castaña que lo rodeaba, vaso con whisky en mano, para probar la generosa apertura hacia las minorías que proponía su conservadora plataforma centenaria, que se decía renovada para esta ocasión. Desde la tribuna, el Congresista de West Virginia hablaba del respeto a la ley vigente, del orden natural y necesario de las cosas y las verdades eternas del partido. Me pareció observar que Uncle Tom asentía convencido. Por algo había sido educado para ser un Yes man sonriente, votante muy probable en las próximas elecciones.
A la segunda calada del cigarrillo que hacia circular Mario entre nosotros, me vino a la memoria la conferencia que habíamos escuchado unos días antes en la Universidad de Georgetown, sobre la falta de vocación de la juventud. El Doctor Sherwood Flemming, Eleventh President del Macalester College de Saint-Paul, Minnesota, con un pulcro Academic background, Profesional Academic Experience. Member de la Methodist Church y del Republican Party, nos dijo: “Los jóvenes de ahora no saben qué estudiar; no tienen una vocación definida, todo les es indiferente, están desorientados como nunca lo habían estado en este país. La única generation gap que existe es entre los jóvenes y Dios”, concluyó, esperando loa aplausos que tardaron unos segundos en llegar.
– ¿Se arreglará esto si se termina la guerra de Viet-Nam?– había preguntado Dusan.
“No, ahora ya es tarde”, respondió resignado el profesor, para caer en un desconcertante mutismo. Ese “ahora ya es tarde” ronda por todos lados, me dije aspirando por segunda vez del cigarrillo antes de pasárselo a Dusan: la juventud ya tiene su proceso personal e intransferible de ver y situarse en el mundo. Los problemas y las modas evolucionan sin parar. Lo pienso porque yo nací en un lejano mes de julio de 1937, cuando hombres y mujeres llevaban anchas hombreras en sus chaquetas y trajes sastre y se peinaban de un modo penoso. Hoy, todo ha cambiado. Sin embargo, todavía hay jóvenes que pegan calcomanías con la bandera estrellada de los Estados Unidos en los vidrios traseros de sus automóviles o la llevan ondeando en un flexible mástil en la parte trasera de su Harley–Davidson.
“La dimensión del tiempo la recuperamos con la marihuana. Tienes que verlo Fernando, sentirlo — me dijo Mario alargándome con mano temblorosa el cigarrillo en lo que empezaba a ser la tercera ronda— Lo recuperas, porque lo vives; lo tienes aquí, cada segundo es solo tuyo, para paladear realmente la vida como debe ser: lenta (slow), degustada. Si escuchas al mismo tiempo a Brahms puedes hacer de esos momentos apasionadamente intensos, emotivos, vitalmente personales. Lejos de los que quemamos en el día a día, acelerado e insensato.”
Tomé el cigarrillo, aspiré el humo con intensidad y una inusitada fuerza interior, y lo fui exhalando lentamente. La mirada se me perdió en el río Potomac y vislumbré en la otra orilla, las primeras luces del atardecer y una fila interminable de automóviles con los faros encendidos.
No se por qué, sentí que incontenibles lágrimas se deslizaban por mis mejillas mientras tomaba conciencia por primera vez en mi vida de los latidos de mi corazón, al que escuché con cierto asombro palpitar en mi pecho estremecido, mientras decidía respirar aboliendo los gestos automáticos con que siempre lo había hecho.
Sin querer, me dije, estoy madurando.
Junio 1971–Noviembre 2015
por Fernando Ainsa, escritor uruguayo