La premitis de Rubén López Rodrigué
No se me ocurre otro neologismo que el de premitis para designar el entusiasmo por y con los premios literarios. Primero hay que decir que los premios no garantizan la calidad de una obra, ni siquiera el muy prestigioso Premio Nobel. Están hechos para calmar la vanidad, pero a nadie lo convierten en escritor, a menos que ya lo sea. Los premios no le quitan ni le ponen a la calidad literaria del escritor.
La literatura y los premios
Si bien algunas editoriales se interesan en la calidad literaria, a la mayoría solo les interesa vender. Sabemos que algunas financian los premios para premiar y promocionar a sus propios escritores. No es que vender sea malo, pero es algo reprochable cuando este es el único fin del editor. Con el asunto de los premios las industrias editoriales en ocasiones hacen que los compradores hagan fila en espera de la novedad y disparan las ventas.
En un mundo cada vez más seducido por las sirenas de las distinciones y los premios, rechazar un premio fue una lección de Ciorán. La Academia Francesa le otorgó su gran premio Paul Morand, la distinción mejor dotada económicamente en Francia. Ciorán rechazó el premio por ser incompatible con su visión de la vida. Desde que recibió un premio en los años cincuenta, no volvió a aceptar ninguno.
El valor de los premios literarios fue cuestionado por el crítico literario Jaime Mejía Duque cuando, a propósito de García Márquez, escribe lo difícil que le resultó salir adelante a pesar de sus premios ganados: «Pese a que muchos años atrás había ganado un premio con alguno de sus cuentos juveniles, […] y que años después había ganado en el concurso de novela “Esso” con La mala hora, lo cierto es que apenas sí “colocaba” sus trabajos. El valor de éstos también vendría a ser apreciado retroactivamente desde Cien años». García Márquez dijo: «Soy enemigo de las becas, premios y ayudas al escritor, porque comprometen su independencia».
No hay que desconocer la importancia de ciertos eventos como el premio Nobel y el Premio Herralde de Novela, este último de mucha importancia para las letras hispanas, pues como ganadores figuran los hoy ¿canónicos? Sergio Pitol, Javier Marías, Roberto Bolaños y Vilas-Matas. En 2010 el apreciado galardón fue para el escritor colombiano Antonio Ungar con su novela Tres ataúdes blancos, con las consecuencias atinentes a este premio concedido en España: una alta suma de dinero, la entrada en los mercados francés y estadounidense, más el champú mediático en todo el continente. Otro ejemplo es que la noveleta erótica de Evelio José Rosero, Juliana los mira (1992), por el hecho de ser finalista del premio Herralde fue traducida a varios idiomas e incrementó la reputación de este escritor. Si bien la esencia de los concursos literarios es una suma de malentendidos, no hay que desconocer que la difusión de la obra permite superar la ignorancia y el desconocimiento (y tal vez el ninguneo) del autor.
Hay escritores que escriben para ganar premios literarios. En literatura infantil es frecuente que se escriba no por amor al arte sino por ganarse el dinero de un concurso. La experiencia con los concursos literarios ha sido ingrata para muchos escritores. Da mucha bronca quedar a merced del criterio de unos jurados sujetados por la subjetividad. "Los concursos literarios son una lotería", decía Manuel Mejía Vallejo en el Taller de escritores de La Piloto. El problema de los premios no es ganarlos sino merecerlos. Por aquí suele pasar que ya se sabe quién va a ganar antes de iniciar el concurso. La otra vez un poeta, de esos que porque ya no caben en la ropa dejan de saludar, me dijo impasible que había ganado un importante premio de poesía. Le pregunté por qué lo decía sin ninguna alegría y me contestó muy tranquilo: «Yo sabía que iba a ganar». Otro amigo escritor no me sorprendió cuando me confesó sin empacho que había sido jurado de dos concursos y que en ambos les dio el premio a dos conocidos suyos «porque hay que ayudarles a los amigos».
Quien vea en el éxito el estímulo esencial de su vocación es posible que vea frustrado su sueño. Los premios, como el reconocimiento público, la venta de los libros y el prestigio social de un escritor, tienen un sendero arbitrario a más no poder, pues no es raro que rehúyan con porfía a quienes han hecho más méritos para obtenerlos y rodean y molestan a quienes menos los merecen. La frustración será mayor si se confunde la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a muy pocos escritores les da la literatura.
Alfred Nobel, nacido el 21 de octubre de 1821, era un industrial sueco, novelista y dramaturgo. Inventor de la dinamita, no deja de ser una paradoja que haya sido un combatiente pacifista. Un periódico publicó un subtítulo que se refería a él como un «Traficante de la muerte». Entonces Nobel se obsesionó con la idea de dejar un legado para la paz e inspiró el premio anual que se entrega en la fecha de su nacimiento. Al morir en 1896 su testamento decía que el 94 por ciento de su enorme fortuna debía utilizarse como un premio mundial que se otorgaría anualmente a quienes se destacaran en los campos de la física, la química, la medicina, la literatura y la paz, y con ello hubieran aportado «un mayor beneficio a la humanidad». En 1969 se añadió el premio de economía.
La primera entrega de los Premios Nobel fue oficiada por el rey de Suecia el 10 de diciembre de 1901, en el quinto aniversario de la muerte de Alfred Nobel. El primer autor en recibir el Premio Nobel de literatura fue el poeta francés Sully Proudhomme. El autor al que más injustamente se le negó fue a Jorge Luis Borges por su simpatía hacia los dictadores emergentes del Cono Sur, es decir, por razones políticas. (Al respecto el lector interesado puede consultar en Internet mi ensayo «Por qué a Borges no le dieron el Nobel»).
Pero veamos algunas anécdotas interesantes en torno a este prestigioso premio que le hace creer a la gente que todo el que lo gana es un gran escritor. El 10 de octubre de 1964 Jean-Paul Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura, mediante una actitud crítica hacia la institucionalización de lo literario y de la figura del intelectual. Maurice Blanchot escribió en su libro de ensayos La risa de los dioses: «Hay un momento en que el escritor, si es de gran renombre, no puede ya casi nada contra ello, se convierte en una institución, y el régimen lo anexiona sin tener en cuenta su oposición misma, seguro de que su gloria le servirá, más de lo que podría dañarle su poderosa hostilidad. Así se explica, me parece, el reciente episodio sueco. Es como si se hubiera tratado de castigar a Sartre, con toda ingenuidad y no obstante no sin malicia, por su libro demasiado brillante, con el Premio Nobel. (¡Cuánta razón ha tenido Sartre en rechazarlo! ¡Qué sencillo y auténtico era ese rechazo! Un escritor no puede aceptar distinción alguna, no puede ser distinguido; y acoger esa elección, hubiera sido aceptar no sólo una cierta forma de cultura y un conformismo social, sino más: cierta concepción de la libertad; en consecuencia, hacer una elección política.) Castigarle: es decir, recompensarle haciéndole entrar en la élite de los escritores, haciéndole admitir la idea de una élite con la cual se pierde la verdad de la escritura, que tiende a un anonimato esencial». ¡Tan parecidos a nosotros!
El dramaturgo colombiano Rolf Abderhalden visitó en 1989 a Samuel Beckett en su última habitación, en un barrio común y corriente de París. Le costaba creer que un premio nobel viviera en una casa para ancianos con una sala a la entrada, con el forro de los muebles de flores y el papel de colgadura marchito. Beckett nunca fue a recibir el Premio Nobel puesto que las historias de triunfo no le interesaban: «Solo me intereso en la derrota», escribió.
Y es que en la literatura no existe el éxito. Éticamente hablando, la labor del escritor no debería estar condicionada por el éxito ni el dinero, y un ejemplo de ello es Kafka con su honestidad y su desdén por el éxito. Es decir, segundas intenciones no han de gobernar su esfuerzo y esto vale para aquellos que no tienen la literatura como un fin sino como para un medio para seducir, para obtener dinero y poder. De modo que no hay que hacerse muchas ilusiones en cuanto al éxito. Se ha dicho que en esta época no hay Dantes inéditos, sin embargo creo que no hay unos sino muchos Dantes inéditos.
¿Cómo se deciden los premios Nobel de literatura? Baste con decir que nadie del jurado ha leído la obra de todos los candidatos; solo hay un miembro que sabe español y es el que propone a los escritores de habla hispana. De modo que predominan las intuiciones, los argumentos subjetivos, los equilibrios de poder. Igual ocurre con el Premio Príncipe de Asturias.
Cuando la canadiense Alice Munroe ganó el premio Nobel de Literatura en 2013, en nuestro medio dijeron que era una gran escritora y mucha gente se dedicó a leerla. Antes del premio no decían nada. (Nunca la he leído pues no me rijo por las modas ni por la sociedad del espectáculo). Incluso le quitaron a Raymond Carver la denominación de ser el «Chejov de América» y se lo asignaron a esta escritora, de la cual hoy ya nadie habla. Así como todos los años dan el premio Oscar aunque la película premiada sea mala, cada año otorgan el Premio Nobel de Literatura aunque el escritor no siempre sea bueno. De cien premios Nobel solo unos treinta escritores pasarán el filtro del tiempo. Me refiero a escritores como Paz, Camus, Sartre (aunque lo rechazó), Hemingway, Faulkner, García Márquez...
Otros escritores que también reunieron los méritos suficientes para obtener el preciado galardón nunca lo obtuvieron, casos de Franz Kafka, Alejo Carpentier, Lezama Lima, Juan Rulfo, César Vallejo, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Virginia Woolf, James Joyce. Muchos segundones han gozado del favor del jurado de Estocolmo, sin por ello desconocer en muchos casos la justicia. No le dieron el premio al noruego Henrik Ibsen, pero sí a su compatriota Björnstjerne Björnso; no se lo dieron al ruso Isaak Babel, pero sí a su compatriota Iván Bunin; no se lo dieron al sueco August Strindberg, pero sí a su compatriota Selma Lagerlöf; no se lo dieron al francés Marcel Proust, pero sí a su compatriota Anatole France; no se lo dieron al alemán Bertold Brecht, pero sí a su compatriota Hermann Hesse.
A menudo el premio Nobel se emplea para darle un respaldo a una causa política, por ejemplo la de Nelson Mandela, como fue el caso de Nadine Gordimer con su única novela La historia de mi hijo, en la que expone la lucha política contra la marginación racial y el apartheid en Suráfrica. El otorgamiento del Nobel de literatura para una escritora sudafricana que ha debatido la política estatal de segregación en su país confirmaría una vez más que la Academia Sueca no se limita solo a premiar los méritos o la excelencia de una obra literaria. García Márquez dijo en una entrevista: «Me gustaría que me lo concedieran cuando ya mi trabajo me haya producido suficiente dinero para rechazarlo sin remordimientos económicos. El Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional». Pero en 1982 no pudo resistirse al premio Nobel. Y en otra entrevista dijo: «Un premio Nobel de Literatura pone a circular una obra por todo el mundo. Pero tengo una certeza: no creo que a partir del Nobel se haya vendido un libro más de los que he escrito. Creo que los libros estaban vendiéndose ya. Si para algo me ha servido íntimamente, es para no hacer cola en ninguna parte».
En síntesis, tal vez para lo único que sirven los premios es para combatir aquel fenómeno que Juan Mario Sánchez Cuervo llamó la invisibilidad de ciertos escritores cuya rica producción literaria ha pasado desapercibida, un hecho orquestado por unos cuantos personajes que, como gancho ciego, hacen parte de una intelectualidad manipulada por las esferas de poder, en la que prima el mutuo elogio, el lobby, el lagarteo literario vecino del lagarteo político, añadido al show mediático de los que se ufanan de ser estrellas rutilantes. Refiriéndose al escritor que ganó el reciente premio Rómulo Gallegos, aquel autor escribió: «Menos mal se ganó el Rómulo Gallegos, porque a lo sumo nuestro ámbito cultural le habría deparado un reconocimiento extemporáneo, in extremis o post mortem».
Nota biografica :
Rubén López Rodrigué es escritor y editor. Nació en Santa Rosa de Cabal (Colombia), pero es antioqueño por familia y formación. Fue fundador y editor de la revista Rampa. Hizo estudios inconclusos de antropología y sociología. Tuvo una columna sobre Medellín en El Muro, la guía cultural de Buenos Aires. Fue integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, dirigido por Manuel Mejía Vallejo. Hizo parte del staff de la revista literaria española Oxigen y de la revista internacional de arte y cultura Francachela. Ha sido colaborador en distintos medios escritos de Colombia y el exterior. Miembro del jurado del I Concurso de Cuento Resonancias, de Francia, en 2012. Es autor de los libros “Contra el viento del olvido” (Hombre Nuevo, 2001, en coautoría con William Ospina y John Saldarriaga), “La estola púrpura” (Los Octámbulos, 2009), “Las heridas narcisistas de la humanidad” (ITM, 2013), “El carnero azul” (Tiempo de Leer, 2013), “Flor de lis en el País de la Mantequilla” (Tiempo de Leer, 2014), “Gorito el abusón” (2015, en edición).