Libros en libertad
*Por Efer Arocha*
París 17 de agosto de 2015
Uno de los enigmas del libro es el que produce distintos efectos y reacciones en cada lector. Reacciones y efectos que trascienden lo social cristalizándose en grupos que acuñan conceptos bien definidos, concordando con sus intereses intelectuales, de conciencia, materiales o políticos. Cada grupo tiene sus propias reacciones, las que van del placer a lo insólito. En esto último aparece lo sorprendente para quienes tenemos por el libro respeto, admiración y cariño, por ser uno de los bienes más preciados, producto del proceso de la civilización humana. Lo sorprendente hijo de lo insólito, se objetiviza a lo largo de la historia en la destrucción del libro utilizando distintos recursos, entre los que se encuentra el fuego, tal como sucedió el 31 de junio del año en curso, en la ciudad de Estrasburgo en el parque de l’Orangerie -El Naranjal-, con una pequeña biblioteca fruto de un proyecto bellísimo de Jean Luc Dejean, Benoît Kah y Enrique Uribe, colombiano y oriundo del Socorro, Santander.
La biblioteca la constituía una caseta sin puertas, que albergaba cientos de libros que se renovaban periódicamente. Estaba abierta día y noche, todos los días. El lector podía tomar el libro de su preferencia, leerlo sentado bajo la sombra de los árboles frente a un lago que alberga aves acuáticas, llevárselo para su casa, devolverlo o quedarse con él. Como vemos, nada se interponía entre el lector y el libro para que el primero realizara plenamente su voluntad, cumpliéndose así la premisa fundamental de los fundadores del proyecto de liberar el texto de la prisión contenida en cada biblioteca particular.
El libro ya en libertad puede deambular por distintas brechas y destinos como gesto para cautivar y atrapar a un posible lector furtivo; es una nueva realidad para impulsar la lectura cuando la persona carece de disculpa para no leer. Resultado halagador porque en tres años de existencia del quiosco, registró 120.000 nuevos lectores que ahora miran absortos la consecuencia de lo absurdo de ciertas manifestaciones humanas como pueden apreciarlo.
Quién puede pensar a la altura de estos tiempos que en un nicho de la cultura, como lo es la ciudad de Estrasburgo de memoria milenaria, puesto que no se puede afirmar con la exigencia de la prueba quiénes han sido sus primeros habitantes cuyos primeros trazos se encuentran en los objetos hallados que datan entre 450 y 550 mil años. Para salir de la oscuridad de los tiempos señalados, un testimonio interesante es el de su primer nombre combinación de lengua céltica y romana, denominada Argentoratum. Cuando los Francos tomaron posesión del lugar en el 496 de nuestro tiempo la denominaron Strateburgum, y en la era de los merovingios fue convertida en ciudad real cambia su nombre por el actual Strasbourg. Para esta época tiene escasos 1.500 habitantes.
Un hecho que cambió radicalmente el presente y futuro de la ciudad, fue la instalación de la familia Gutenberg, quien permitió a Johannes Gutenberg hacerse orfebre entre l434 y 1444 aprendiendo las técnicas del cincelado, la aleación y el grabado, para luego inventar los caracteres móviles que revolucionaron el método de perennizar letras, para todo el orbe. Estrasburgo fue también suelo donde estudió Goethe, refugio de los hugonotes y de Calvino; lugar privilegiado para los alquimistas entre los que se encuentra Alberto El Grande, profesor de Tomás de Aquino; y así otras personalidades como Erasmo de Rotterdam. Un hito ha sido los humanistas nacidos en su terruño como fueron Jakob Wimpheling, Geiler von Kaysersberg y Sébastien Brant. Además, otra acción trascendente de sus habitantes ha sido su militancia en trono de la Reforma que los hizo protestantes. Para concluir con los señalamientos de sus pendones históricos, la ciudad tiene el mérito de haber publicado el primer periódico impreso del mundo en 1605, hecho que realizó Johann Carolus.
La bibliofobia ha recorrido todos los tiempos desde el mismo momento en que la especie accedió a la memoria escrita. Una prueba de lo antes expuesto se encontraba en una tableta de arcilla escrita en idioma sumerio, donde se contaba la destrucción voluntaria en actos vandálicos de registros contables y otras anotaciones en las civilizaciones orientales, hoy desafortunadamente desaparecida por las actuales guerras del Medio Oriente.
La destrucción del libro es una evidencia incontrovertible en distintos tiempos y lugares, incluidos los insospechados por ser verdaderas sorpresas y joyas de los extravíos humanos. Es el caso de Platón, símbolo de la alta nobleza griega y por ello enemigo de la república real, no la filosófica, descrita en su connotado ensayo; él no veía con buenos ojos a todo lo que fuera contrario a sus intereses. En el 444 antes de nuestra era inició una feroz persecución contra el sofista Protágoras por haber escrito las leyes para Pericles, otro de sus enconados odios, en razón de que Pericles había tenido como maestro a Zenón de Lea, uno de los grandes filósofos naturalistas, pero además porque Pericles prefería en filosofía a Anaxásagoras y a otros filósofos opuestos a Platón. Todos los escritos de Protágoras que estuvieron al alcance de la mano de Platón fueron incinerados por éste. También pasó por las llamas textos de otros filósofos con quienes divergía. El maestro padecía de cierta pirografilofobia.
En todas las culturas de la antigüedad, sean babilónicas, egipcias, griegas o romanas, la historia está empedrada por este tipo de acciones. Sin embargo, nos detendremos en el acto más trascendente del estadio que nos ocupa, la Biblioteca de Alejandría, sobre la cual se ha erigido un gigantesco mito acerca de su incendio; en razón de que hasta ahora no se ha encontrado una prueba concluyente de su vórtice que le puso fin. Como es conocido el proyecto de la biblioteca fue idea de Alejandro El Grande, en el 331, fundador de una media centena de ciudades a las cuales les puso su propio nombre; expresión de su narcisismo y culto a su personalidad. El incendio del establecimiento ha sido atribuido a romanos, religiosos y a conflictos militares. Para formarse una idea hay que tener en cuenta a Demetrio de Falea, general de Alejandro; a la muerte de éste se convirtió en rey de Egipto denominándose Tolomeo I, quien se empecinó de hacer de Alejandría la capital cultural del mundo helénico, y a superar a Atenas. Para ello hizo construir el Palacio de las Musas haciendo el más grande aporte en la construcción de la Biblioteca. Sin embargo, fue Tolomeo II quien la inauguró y la puso en funcionamiento.
Según Séneca, el primer incendio que tuvo la Biblioteca obedeció al enfrentamiento entre las tropas egipcias y romanas, realizado el 9 de noviembre del 48, cuando la Biblioteca funcionaba en el barrio Bruquión, a orillas del puerto donde César incendió las naves egipcias. Posteriores descubrimientos demostraron que la afirmación de Séneca era inexacta porque lo que allí funcionaba era un depósito de libros para la exportación a Roma, y para alimentar la Biblioteca que estaba verdaderamente ubicada en otro lugar. Si a esto agregamos que las construcciones de Alejandría eran casi inincendiables, como lo pueda constatar cualquier neófito que aprecie las ruinas de la ciudad, lo expuesto no se sostiene. Otra de las afirmaciones en boga sobre el susodicho incendio es la de Plutarco de Querona quien afirma que la Biblioteca fue desbastada en el siglo I, posición carente de asidero porque hay una confusión de interpretación hecha por el autor, a causa de las distintas lenguas en uso.
Es necesario tener en cuenta que en fecha ligeramente posterior a lo afirmado por Plutarco, Cleopatra aumentó el fondo con 200.000 manuscritos expoliados a la Biblioteca de Bérgamo, por Marco Antonio, los cuales fueron obsequiados a su amada; y no hay ningún documento que afirme que el establecimiento habría sufrido con anterioridad daños.
En contrapartida el recinto fue sometido a permanentes depredaciones que incluyen hasta los siglos III y IV de nuestra era, empezando por la de los judíos en la guerra de Kitos. Otro de los grandes saqueos fueron los que hicieron los usurpadores Avidio Casio y Persenio Niger.
Para terminar la prueba concluyente para quien desee consultar se encuentra en el Papyrus d’Oxirynchus, X, 1241, donde se encuentran escritos los nombres de la mayoría de los directores de la Biblioteca, hasta principios del siglo IV de nuestro calendario. Todos ellos personajes de gran erudición como lo fueron: Senédoto de Efeso, Aristófano de Bizancio, Aristarco de Samotracia, Apolo de Rodas… La hipótesis más plausible acerca de su fin es la de los saqueos sistemáticos de la cual fue objeto, en razón que desde siempre, el negocio de los manuscritos produce grandes dividendos.
Nos parece de mayor utilidad detenernos en algunos registros de la contemporaneidad, como fue el hecho ocurrido el 10 de mayo de 1933 en la plaza de la Ópera de Berlín, donde Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Reich, hizo quemar 20.000 obras de autores proscritos, y con igual saña, desató una persecución contra los pintores que el nazismo calificaba de degenerados, donde se incluyen prácticamente todos los pintores del arte moderno. Cosa parecida ha hecho el llamado estado islámico al convertir en cenizas, 3.000 volúmenes de la Biblioteca de Mosul. Continuando la línea trazada en 1998 por los talibanes en Afganistán, quienes hicieron arder los pocos locales que contenían libros en ese país; y para cerrar la destrucción de los valores culturales de la nación, dinamitaron la invaluable estatua colosal de Buda incrustada entre las rocas. Continuando con la lectofobia por otros parajes, los integristas serbios, pasaron por el fuego la Biblioteca de Sarajevo la cual ardió durante tres días, entre el 25 y el 28 de agosto de 1992. Para matizar la grafilofobia nos adentramos en áreas de seres pacíficos, y por qué no decir, dulces y ternurosos, las feministas estadounidenses la emprendieron asando a las brasas la novela francesa titulada Histoire d ‘O’, de la autora Pauline Réage, seudónimo de Dominique Aury. Como nos encontramos en el país del Tío Sam, resulta saludable refrescar la persecución desatada en la cacería de fantasmas por el general Douglas MacArtur, responsable de la incineración de todos los libros que poseían las personas señaladas como izquierdista o sospechosas de ser enemigas de estado. Para sellar con llave hacemos uso de una pequeña perla; el 11 de septiembre del 2010, fecha del aniversario del atentado al World Trade Center, un pastor evangelista prendió fuego públicamente al Corán.
Andando por otros caminos nos encontramos con el libro que fue escrito para ser quemado; se trata del texto de Rabbi Nahman de Brasler, terminado en 1806; en1807 el autor recibe la noticia de su médico de cabecera que padecía de una tuberculosis, el autor consciente de su responsabilidad de asepsia pública para evitar el contagio, tomó la decisión de quemarlo, encargando su misión a uno de sus discípulos de confianza quien en1808 cumplió su deseo.
Nadando hacia otra orilla nos encontramos con fumarolas distintas; en España el primer rey católico Recaredo I ordenó quemar todos los libros y manuscritos arios de su reino, para purificar su concepción teológica, y siguiendo el hilo buscando acrisolar la fe, el 7 de febrero de 1497, Gerónimo Savanarola ordenó mediante edicto público a los florentinos, sacar todos los libros de sus casas para luego quemarlos en la plaza pública. Para honrar la creencia de sus antepasados, pero sobre todo para aseptizar la lectura, el general Francisco Franco, el 30 de abril de 1939 ordenó quemar los libros, de autores contagiosos empezando por los de Carlos Marx, Máximo Gorki, y una lista interminable de autores que se cerró con Jacques Rousseau y Voltaire. Con prismáticos de visión nocturna, se descubrió en Canadá que por las luchas entre anglófonos y francófonos, el 25 de abril de 1849 se incendiaron dos bibliotecas en Montreal, pereciendo 25.000 libros y documentos de archivo. Lo anterior es una muestra de la bibliofobia de buena parte de los congéneres de la especie.
Sin embargo otros vientos nos animan. En este verano la mayoría de los viajeros del Metro de París, consumen su trayecto leyendo obras diversas, entre las que sorprenden las traducciones de autores extranjeros de distintas latitudes; costumbre que había desaparecido de este medio de transporte.