El precioso regalo de Alma
*** (En memoria de mi querido hijo)***
Al cumplir sus cinco años regalé a mi niño menor un humilde osito de peluche, que medía apenas el tamaño de una palma de mi mano.
Yo pensaba que el niño se iba a sentir desilusionado, pues su sueño era poseer un gigantesco animalito como los de verdad, según sus propias palabras. Por el contrario, lo tomó en sus manos, lo acariciaba con ternura y detallaba cada parte del pequeño juguete. Que si su corbata, que la lengua, los ojitos, todo. De pronto lo levantó hasta la altura de su cara y nos hizo participes del nombre adecuado, según el, para su querido muñeco. _Madre, se llamará “Bobo”, míralo, ya que se le parece tanto: mencionó el nombre de la serie de dibujos animados que le gustaba ver a escondidas, pues sabía que yo no soportaba este programa. “Todavía no me gusta”
A partir de ese momento nadie en casa se refería al juguete de ninguna otra forma, que no fuera el nombre dado por su dueño y, si alguien por accidente lo hacía en su presencia, se sometía al juicio severo de mi niño, pues a pesar de su corta edad ya mostraba un gran criterio y una férrea voluntad sobre sus puntos de vista y deseos.
Al cabo de varios meses de duro trajín con el juguete, el conflicto se presentó el día que quise lavar el trozo de mugre en el que se había convertido. De su color original no quedaba nada; había desaparecido al igual que su linda corbatita. _No madre, no lo puedes lavar, fue su enfática respuesta, ya que los osos en la naturaleza no se bañan. Solo entran al agua para pescar, más no para bañarse, aseguró. Muy a mi pesar accedí ante argumento tan contundente y, “Bobo”, se quedó tan sucio como estaba y cada día más.
Con su mascotita de mentiras dormía, comía y jugaba buena parte de su tiempo libre. Poco le importaban las burlas que su hermano mayor y las primas le prodigaban, pretendiendo hacerlo sentir mal. El siempre encontraba la palabra precisa para hacerlos callar, e intimidados con sus argumentos lo dejaban en paz.
Más los años pasaban; llegó la adolescencia y con ella el tiempo de guardar a “Bobo”, quien pasó a vivir al fondo del armario. Ahí me di mis mañas para lavarlo y dejarlo nuevamente en su lugar. Al darse cuenta se sonrió entre divertido y severo: con un sonoro beso en la frente concluyó, que a el le había tocado la madre más terca del mundo.
De vez en cuando yo insistía en que organizara su nido de gallinas en el que mantenía su armario; lo sorprendía mirando su viejo juguete con inmensa ternura. Nunca pude entender la relación de mi muchacho con aquel objeto viejo y desteñido. Por más que pretendamos conocer a nuestros hijos, los padres no logramos penetrar del todo, ese extraño y fascinante mundo de los sentimientos humanos, aunque se trate de nuestros propios vástagos, como tampoco lo lograron nuestros padres con nosotros.
Pasaron algunos años más y llegó el momento más temido para una madre. Los hijos vuelan en busca de su propio nido. Allí una siente un vacío interno; algo así como si le estuviesen arrancando una parte de sus entrañas. Al menos así lo pensaba en ese momento: todavía no sabía que hay golpes más duros a los que puede estar sometida una mujer, sobre todo en este momento y en este país, en donde la intolerancia y la falta de respeto son el pan de cada día.
Un día cualquiera me sorprendió verlo sacudir y perfumar el viejo juguete. Lo desenterró del fondo del armario con gran asombro de toda la familia. Ese día nos comunicó que su novia estaba embarazada y, que su querida pertenencia sería la primera distracción de su niño, pues tenía la certeza de que sería un varón, que lo llamaría J. D. y, que sería el niño más especial y querido de todo el mundo. Como siempre nadie lo contradijo, pues hacerlo sería enfrentar tantos argumentos como le fueran posibles. Ninguno estaba dispuesto a someterse y aún así protestaba. __No me sigan la corriente que no estoy loco, era la frase usual con que solía finalizar las pequeñas discusiones.
Al nacer el bebe nadie dijo nada. Ya estábamos acostumbrados a que “maradonita”, como lo apodábamos cariñosamente, se diera sus trazas de lograr lo que quería y, hasta el destino se confabulaba para ello.
Tan solo habían pasado cinco meses del nacimiento del pequeño capullo. La madre que no era de la ciudad, había ido a presentar su hijo a los abuelos y mi muchacho se quedó trabajando: más una de esas tristes tardes, en las que no sabemos porque nos sentimos tan deprimidos y nostálgicos, una fatídica llamada marcó el cambio radical de mi existencia. En un inesperado accidente de tránsito, mi muchacho perdió la vida instantáneamente: yo también perdí las ganas de vivir. “Bobo” se convirtió entonces en el objeto que me consolaba las frías y solitarias noches. Abrazada a el sentía de alguna manera la esencia del hijo ausente para siempre, pues por no se que jugarreta del destino, el muñeco estaba en su pecho, cuando tuve el valor de ver el sarcófago que contenía el cadáver de mi amado hijo. No recuerdo que pasó en ese momento. Todo se nubló a mí alrededor y, al volver en mí, el pequeño peluche estaba en mis manos. Abrazada a el recorrí el tortuoso trayecto desde la funeraria hasta el camposanto. Familiares y amigos pretendían arrancarlo de mis manos, más mi profundo dolor se negaba. Al final nadie lo logró.
Hasta hoy, ese pequeño y maltratado osito es una de mis posesiones mas queridas. Su valor es incalculable. El representa la esencia del más puro amor. La esencia del hijo ausente, mi ángel de amor, que de una u otra forma me legó su precioso regalo, para que pudiera seguir cuidándolo como el mismo lo habría hecho.