Zorzal criollo, año 2003 por Miguel Rodriguez
Inevitablemente tango, Torre pastora de puentes. Va esta composición dedicada a sus inspiradores, Chango y Enriquito, ambos made in Argentina la inmensa, Argentina la bella. Como Gardel es el pretexto, así la titulé « Gardel, año 2003 ». Con la misma celebré mis veinte años en Francia, que no son nada. Dice así:
Este pasado viernes llamé a Eduardo Pollastri, también conocido como Chango, un pata argentino de la Edad de Oro en Aix-en-Provence, cuando los chés eran los reyes del mambo en aquellos ochenta y pico memorables. Como vive cerca –en la rue du Poteau, metro Jules Joffrin–, se me ocurrió visitarlo, acariciando la posibilidad « de irnos de joda », como dicen los argentinos. Al salir del metro, creo que por intuición, lo llamé con el celular, y me dijo que estaba saliendo, tenía un asunto pendiente, y me dio cita más tarde, frente a mi propia casa, en la esquina del boulevard Rochechouart con el boulevard Magenta. Cuando llegó me di cuenta que hacía mucho tiempo que no nos veíamos –meses, trimestres–, porque así es París. Hablamos del Vago y de Jorgito, de Aix, de algunos amores pretéritos, qué epoca maravillosa, dijo nostálgico, creo que nunca he vuelto a coger tanto en la vida, che.
–De pronto el eterno retorno existe– dije medio sibilino.
Chango tiene un buen carro. Enriquito, a cuya casa iríamos luego para los aperitivos, un carrazo. Muy risueño, Pollastri hablaba con éste vía celular que yo me obstino en llamar telefonino, y que Chango prefiere seguir llamando celular, celular, che, nada de telefonino, porque este vocablo le recuerda a su ex mujer italiana, la madre de sus hijas, sube rápido, dijo, no vaya a ser que anden por ahí los canas, tengo una canción para vos. Era una de Gardel, esa tan famosa, según la cual veinte años no es nada, y febril la mirada, y la nieve del tiempo, y volver, volver, volver al Argentina otra vez. Me acordé del profe Soumérou, de Tellerman, del profesor Powell, del Turco, de Julito, de Rabinovich y sí, no son nada en verdad, nada de nada, veinte años en Francia y parece que fue ayer.
Apenas nos dirigimos hacia la Place de Clichy, rumbo a lo de Enriquito, el riojano empezó a culturizarme contándome cosas sobre Gardel, cosas que jamás hubiera imaginado, pues hasta entonces no tenía cultura gardeliana. El Zorzal Criollo habría sido francés de nacimiento. Pero veamos. Ya sea 1) Gardel nació en Tacuarembó, Uruguay, el 11 de diciembre de 1887 o 2) nació en la bella ciudad de Toulouse, otro 11 de diciembre, pero de 1890 o 3) en Buenos Aires, a la edad de dos años y medio.
Como en el caso de Lucho Barrios, que también tiene su mitología, tres patrias reivindican y se disputan el honor de ser la tierra que vio nacer al artista. En lo que me concierne, jamás he dudado que el Zorzal Criollo, más argentino que el tango, tenga sangre francesa, detalle que de paso explica el furor que hizo y hace el tango en París. Pero cuando uno va a Toulouse, podemos seguir un itinerario gardeliano desde l’Hôpital la Grave, muy cerca del río la Garonne, pasando por el número 4, rue du Canon d’Arcole donde se lee ésto, en placa de mármol:
C’est dans cet immueble
Qu’est né le 11 décembre 1890
Charles Romuald Gardès
Qui devait devenir célèbre
Dans le monde entier
Sous le nom de
Carlos Gardel
… hasta el Parc Compans Caffarelli cerca del Palais des Sports, donde hay una placa metálica con su perfil en altorrelieve. Después, como no tengo amigos argentinos en Toulouse, regreso en bus al 14 rue de Londres, donde viven Aníbal y María Karakostas con sus infantes, donde nos pegamos una buena tranca con el pretexto de Gardel.
Pero aquí, en París, este viernes nuestro carro avanza por el río de la noche. Veinte años en Francia, ¡qué increíble! –aunque a veces siento que he llegado a las Galias hace siglos, gracias a la magia de la literatura. Veo sex-shops a la derecha, sex-shops a la izquierda, bares, falsas discotecas, desplumaderos de turistas, cabinas con muñecas de caucho y efímeros prostibulillos que a la semana siguiente ya no están, como ese situado en la esquina de Rochechouart con la rue Dancourt, donde una vez entré de puro aguantado e imprudente. El caficho, fioca, caferata o cafetal, después de conseguirme una chica muy joven y bonita, me hizo pagar el triple de lo acordado; quise protestar y casi me pegan, mejor no cuento los detalles… Seguimos avanzando por Pigalle, pasamos frente al Moulin Rouge, escuchando a Gardel cantándole a las mujeres que amó, por las que fue amado, de modo que ochenta años no son nada, cien o doscientos tampoco, seguimos en este mundo que gira y gira, seguimos en lo mismo le digo a Chango, vos no podés quejarte, dice, que siempre tuviste gancho con las minas, pero yo hablo del amor le digo, qué gancho ni qué nada, el que sí tenía gancho era Jorgito, y de pronto me sorprendo como a un joven de 21 años que observa las siguientes palabras: Sexodrome girls, Centre de divertissement pour adultes, Peep Show, Live Show, Cabines automatiques, revues, gadgets, poupées gonflables, aphrodisiaques, video, CD, lingerie, super cabines de luxe, ciné video 384 films… Y recuerdo a Jorgito gimiendo ¡Cuánta soledad! ¡Cuánta soledad!
–Esos tipos del enganche no te dejan caminar tranquilo –me quejo–, te jalan del brazo, te meten prácticamente a la fuerza y adentro te estafan. Y si haces problemas para pagar, pues te sacan la mierda. Felizmente ahora algunos ya me conocen y me dejan tranquilo.
Es que estos sujetos –malosos, matones, guardianes, cafichos y vendedores de droga– son los dueños de la noche por este lado de París. Algunos, están armados. Hay que evitarlos como la peste porque pueden resultar peligrosos, sobre todo si uno anda con sus tragos, metiendo las narices donde no se debe.
–Ya no existen aquellas mujeres de antes –digo–, esas que tenían zorros plateados enroscados al cuello, zorros rojos y demás pelambres, trescientos el servicio completo, me acuerdo.
–¿Y el hotel?
–Cincuenta francos más por el hotel, o cien, según la clase.
–En esos tiempos cuatrocientos francos eran un huevo de plata, che.
Pollastri se ríe y aumenta el volúmen, el espacio sonoro ahora vibrando con el bandoneón de Astor Piazzola. Y no. Ya no existen. Tantas cosas han dejado de existir desde entonces. Y tantos seres, queridos o no, conocidos o desconocidos. Nosotros todavía vivos, de modo que sigue la cumbiamba. O mejor dicho el tango. Y veinte años no es nada, nada. Esas diosas del sexo de botas altísimas, ropilla interior fina, medias o pantys como telarañas, cuero, seda, encaje, cigarrillo en boca, ese lomo fino francés, parisinas o provincianas, entonces nos esperaban, aún en los más crudos inviernos, en cualquier esquina de la vida, en cualquier noche de soledad, en cualquier desamor, en cualquier desliz, aquí en Pigalle –desde Pigalle hasta la Place de Clichy.
Aunque casi totalmente ignaro en materia de tango, que al parecer es voz africana, creo haber sentido esa noche de la que hablo, en mi miseria, en mi soledad, en mi falta de amor, lo que me imagino sentían los protagonistas de los primeros tiempos, allá en los suburbios y barrios malos de Buenos Aires, allá en el puerto, allá en el extranjero. Hemos tenido vidas marcadas por algunos acontecimientos importantes, hemos sido arrastrados por el río de las pasiones, hemos sufrido, hemos amado y gozado, o de pronto sólo hemos creído amar, o de pronto aún no sabemos lo qué es el amor, alguna vez estuvimos enfermos, de pronto en el hospital, de pronto en la cárcel, hemos viajado, hemos tenido dinero, hemos viajado, hemos tenido muchos amigos, ahora tenemos tan pocos, nos hemos casado y divorciado, tenemos hijos o no, hemos conocido el divino tesoro de la juventud, el apogeo de nuestra potencia viril, pero el tiempo pasa muy rápido, y cada año más rápido, hasta que un día nos damos cuenta de que ya empezamos, inexorable e ineluctablemente, a envejecer, y para colmo estamos al otro lado del charco, y es un sueño la vida, y avive el seso y despierte, y pronto nos vamos al otro lado, directamente a la Estigia, como si hubiéramos comido sémola cocinada con nafta de aviación, maestro Borges.
Esos sentimientos de tanta gente se convierten en arte auténtico, ese que perdura y parece perforar el tiempo, gracias a la voz de Gardel, que es la voz del pueblo además, la voz de los negros, de los malandros, de los vagabundos, de los solitarios, de los olvidados, de los que viven en los ranchos al otro lado de la vía férrea, de los nostálgicos, de los expatriados, de los exiliados, de los extranjeros.
El Zorzal Criollo, hijo o presunto hijo de Marie Berthe Gardès, planchadora de ropa, y de padre tal vez desconocido, encarna el genio y la voz del pueblo que sale por la pierna zurda, los puños o el talento artístico de determinados sujetos, que podrían ser los instrumentos individuales de lo colectivo. Llega a Buenos Aires con apenas dos años de edad, pues su madre conocía a una compatriota francesa que tenía su taller de planchado en esta ciudad.
Lo propio del artista es el talento o genio innatos, o ese talento y ese genio que logra con la expansión de sus capacidades gracias a la disciplina y al trabajo. Sin embargo, como diría Schopenhauer, el genio no es el individual sino el que se refleja en el colectivo, en la especie. Así, el Zorzal Criollo podría ser imaginado como un ejemplo arquetípico del genio de la especie, vía el pueblo, por ser él mismo alguien del pueblo, de ese ente llamado el pueblo –por eso su voz ha sido declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco.
Aquí en París, el coche avanza. Y en ese momento, al doblar por la rue d’Amsterdam, Chango me informa que Haussmann, que da nombre a este boulevard, fue un sublime arquitecto. Medio distraído, yo me acordé de Rudolph Valentino, en la película que vi la semana pasada en un cine-club, titulada increíblemente Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis, donde el gran seductor baila tremendo tangazo como un dios. De pronto, sonó Cambalache, siglo veinte, esta noche del siglo 21, y de nuevo me sentí como deglutido por París. Di un rápido vistazo mental a ciertas mujeres amadas, y el sentimiento como saturniano de soledad me dio un tremendo pellizcón.
Nos aparcamos en un hueco gracias al arte de conducir de Chango y subimos al piso de Enriquito el bonaerense para el aperitivo. Enriquito es un cincuentón, soltero recio, amante del vino tinto, de cabellera talqueada por la nieve del tiempo. Divorciado, tiene una hija muy linda que es su adoración. El apartamento –antes un « quilombo » según Chango– ahora está muy ordenado, limpísimo, impecable. « Lejana tierra mía / bajo tu cielo / bajo tu cielo / quiero morirme un día / con tu consuelo / con tu consuelo / y oir el canto de oro… » sigo escuchando yo mentalmente. Enriquito saca cervezas en lata, maní, papitas fritas y rodajas de salchichón. Y yo vuelvo a oir la letra de ese tango donde Gardel transforma la palabra consuelo en corsuelo / con tu corsuelo / con tu corsuelo… otras palabras no se entienden pero no importa, melodía y letra son hermosas, me impactan. Estoy seguro de que si uno es sudamericano o latinoamericano de mi generación –y de antes evidentemente–, no puede ser insensible al hechizo del tango. Tango: color naranja oscuro y, también, baile de dos tiempos 2/4 y 4/4, inspirado al parecer en la habanera… pero ¿cómo llega este ritmo originario de África al Argentina? Sin la menor duda, por las comunidades negras del Río de la Plata durante el siglo 19. Imagino que la esencia del tango fue captada y sentida por blancos que eran negros, en el sentido argentino de la palabra, es decir por gente del pueblo. Los temas suelen ser el amor con sus fantasmagorías de abandono y soledad, el destierro físico y mental, el tiempo que pasa, (y todo tiempo pasado fue mejor), la nostalgia de la patria o mal de Ulises, la inminencia de la muerte.
–Mejor vámonos –le digo a Chango–, Enriquito está en familia. Démos una vuelta por París.
–Buena idea –dice– pero después vamos a La Latina. Sí tenés razón, mejor lo dejamos al Enriquito.
Salimos hacia el Sena por la rue de Londres, por la rue de Naples hasta Miromesnil. Pasamos frente al Palais de l’Élysée que parecía de oro, un sofisticado pastel de oro, como tantos pasteles de oro en la noche de París. Llegamos por fin hasta la Place de la Concorde, ahora escuchando de nuevo a Piazzola, y yo sigo viendo las piezas como de ajedrez de un misterioso laberinto de oro en la noche, cuyo sentido descubriré un día, pues podría tratarse de mi propia vida. Chango es un parisino que se sigue maravillando por la belleza de la ciudad. No necesita contagiarme su sensación porque a mí me pasa lo mismo, cada vez me pasa lo mismo, veo París de noche como un niño boquiabierto, siento cosquillas internas suaves, agradables, siempre me acuerdo que soñaba con venir a París, por eso sigo mirando las doradas piezas de la noche, la Torre Eiffel o Torre pastora de puentes, el Panthéon, la Gare Saint-Lazare, l’Opéra, el Palacio de l’Élysée, el Museo d’Orsay. Veo la inmensa rueda de Chicago más allá del Jardín de las Tullerías, frente al Louvre. Al pasar frente a la Concièrgerie, Chango, haciendo gala de imaginación, dice:
–¿Qué tal si ponemos uno de estos monumentos en nuestros pueblos?
–Allí se ahorcó Lucien de Rubempré –me limito a decir.
Aparece Notre Dame más pastel de oro que nunca, y en ese momento volteamos a la izquierda, penetramos por el iluminado boulevard de Sébastopol que nos aspira. De puro milagro, encontramos otro sitio donde aparcarnos, ya muy cerca de la rue du Temple, de La Latina, adonde vamos. Ya estamos adentro. El local es hermoso, el piso de parquet, las cervezas argentinas –marca Quilmes– y hay una gran cantidad de mujeres de todo calibre, con preponderancia de buen material. En La Latina se baila salsa los viernes, tango los sábados o viceversa. No hay mujeres maduras, elegantes, solventes, dispuestas al levante de gallos sudamericanos, aquí en La Latina –como en La Coupole–, pues el suculento material es relativamente joven. Chango me informa de la existencia de un bailadero llamado Le Balajo, en la Bastilla, donde también se baila tango. De pronto, distingo a una hermosa mujer muy parecida a la divina Bo Derek de aquellas épocas, con las mismas trencitas doradas… minutos atrás, el fantasma del Zorzal Criollo, que conoce París de memoria, nos indicaba atajos y contravías cuando nos acercábamos al Centro Pompidou, de nuevo por el boulevard de Sébastopol, por la rue du Renard, por la rue Rivoli, hasta que encontramos sitio, qué increíble, qué suerte, encontrar donde aparcarse un sábado por la noche es prácticamente imposible, gratis además, ojalá no vengan los canas a joder, che. Gracias a este milagro, en este momento miro boquiabierto a esta Bo Derek parisina, amante del tango. De pronto surge un pata medio moreno, piel canela más bien, con camisa tropical, que resulta ser peruano –me enteré después– y como la cosa más natural del mundo se lleva de la mano a Bo Derek, ya están bailando, están bailando tango, provecho, paisano, y yo lamento el no saber bailar tango. Al cabo de algunas Quilmes, Chango me informa que, pero claro, pelotudo, el que no sabe bailar tango no levanta nada, ni polvo. El piso de parquet permite deslizarse agradable, imperceptiblemente, como sobre pista de patinaje, a los bailarines, entre los que destaca el especialista, el gran Coquito, que da vueltas y vueltas con las mejores minas del local, qué envidia, ahora de nuevo al ritmo de Piazzola; luego, Pollastri me presenta a un pata llamado José Luis Lussini, que tiene una academia, que da cursos de principiantes hasta avanzados en Jonville-le-Pont, en las afueras de París, y por unos segundos se me ocurre aprender a bailar tango; en ese momento, me doy cuenta de que es un acto interesado, cuyo fin no es el baile sino el eventual levante, de modo que renuncio. El peruano que ha sacado a Bo Derek se llama Rolo, ha vivido muchos años en Argentina, habla con fuerte acento argentino, conoce palabras venidas del lunfardo y una gran cantidad de argentinismos que alterna en su vocabulario, pibe, mina, pucho, boludo, patasucia, quilombo etc. Lo que me causa gracia es la frecuencia con que utiliza el aumentativo « minón », de mina, por decir hembrón, como la propia Bo. Me entero que este paisano casi argentino fue, antaño, un gran especialista de levantes en el metro, en las épocas de oro de Intillimani, de Quilapayún, de los Jarcas, cuando los músicos, al parecer, levantaban minas con un sólo chasquear de dedos.
–Supongamos que te encontrabas con un minón en el metro Châtelet. Le decías « no te muevas, voy al Château de Vincennes y vuelvo. » Cuando regresabas, el minón te estaba esperando… ¡Qué tiempos! ¡Qué tiempos!
Cuando por fin salimos, respiré fuerte y prendí un cigarro. Chango me dejó « medio bajoneado » en la misma esquina frente a mi casa, bueno, a mi studio. Me aventé un par de whiskys dobles y me dormí con la ropa puesta, con la luz y la música encendidas, de nuevo escuchando melodías de Gardel.
Al despertar, antes de ponerme a escribir, decido verificar algo para sacarme una espinita de curiosidad. El nombre del Zorzal Criollo no figura en ninguno de los diccionarios enciclopédicos consultados; al parecer, las élites oficiales del saber y del intelecto fingen ignorarlo. Tampoco figura en el Petit Robert enciclopédico, donde un tal Maximilien Gardel y un tal Pierre Gardel sí figuran, pero para el gran olvido. En francés, no figura en ningún diccionario de gente bien, como si la cultura sólo fuera para la gente bien, el interesado o el incrédulo puede verificarlo. A menos que figure como Charles Romuald Gardès, aunque me extrañaría. Es como si el genial artista Carlos no existiera para la ley oficial, culta, respingada y oh cuán hipócrita. De pronto lo han puesto, confinándolo, excluyéndolo, en un diccionario de música, donde por lo demás debe figurar en la entrada tango, danza originaria de Argentina, que se baila con ritmo algo lento, en dos tiempos. Con cierta cólera me imagino que señorones encorbatados, de pura envidia, no le han permitido entrar en la importante oficialidad de un diccionario enciclopédico de nombres propios donde todos están muertos, excepto los artistas. Gardel siegue siendo un negro, un ícono emblemático de los negros del pueblo –aunque después lo hayan recuperado las élites– y sigue manifestándose con la fuerza soterrada del plebeyo, gracias a la fuerza colectiva que le otorgan quienes se identifican con el ícono, con el ídolo. Para mí, el Zorzal Criollo es un revolucionario, un artista simplemente, de esos que dislocan la sacrosanta sociedad, de esos que le quitan la máscara al tiempo que le muestran las posibilidades más perdurables de la belleza.