Hijos de mortales por Alberto Lauro
Queridos lectores, le presentamos varios poemas del poeta cubano Alberto Lauro, extractos de su libro "Hijo de mortales".
COLLAGES DE PEDRO DEL HIERRO
Permanece así. Inaccesible.
En el cielo de la inalcanzable belleza.
Inocente aunque te arrastres
En la sevicia de los lupanares.
No importa cómo te llamas.
Tu nombre fue escrito en los frisos de un templo.
Tu perfil se dibuja en las playas.
Tu cuerpo fue tallado en la piedra.
A tus pies han invocado los mortales
Y junto a tus ofrendas queman incienso.
Alguna vez respiraste. Tu cabeza,
De pelo encrespado,
Fue coronada con frutos de vid y laureles.
Suaves y viriles las manos. El torso perfecto.
Prisionero del instinto a mí una hora te entregaste,
Potro joven encabritado. No por amor,
Por dinero. Con una mezcla de rabia y deseo.
Venías de recorrer países, islas,
Llegando y huyendo de todos los lugares
Para ir presuroso a un sitio que ignoras,
Viajero en oscuras e invisibles naves.
Ebrio imitas en la danza al fuego
Y en el ansia querías ser semejante a la espuma
De las olas que contra las rocas destroza el mar.
Supe que era en vano apresarte:
Todo dios es siempre fugitivo.
Ignorabas que un día serías derrotado.
El esplendor de la mañana inventa moradas en tus ojos.
La luz es el palacio en que reinas.
Te vi cruzar la calle, altivo, arrogante y ajeno,
Darme la espalda
Y perderte entre la multitud.
CONTRA EURIPIDES
Por culpa de Eurípides ahora las mujeres somos mucho más que repudiadas:
A una su marido le pega con una soga, a otra con un palo y a mí
con un látigo.
Cualquier pretexto sirve para maltratarnos.
A las despensas han puesto candados
Que se abren con llaves laconias de tres dientes
Imposibles de violentar
Y de los víveres a nuestro antojo ya no disponemos.
Él, que parece olvidar que es hijo de una verdulera,
Instiga para que valgamos menos que un trasto inútil
E irreverente es también con los dioses
Que nos protegen y amparan.
Por eso hube de alegrarme
Cuando por las callejones de Atenas
Iba el miserable como una sombra,
Llorando y penando porque su joven amigo le abandonó.
Y ahora más cuando Anaximandro,
Para regocijo de todas,
Se burla de él en su exitosa obra Termoforias.
Huyendo del recuerdo de ese amor atroz,
Del que por fortuna no sana,
Ha escapado a Macedonia –rogamos que no vuelva-
Y para la corte de Arquelao
Escribe otros de sus misóginos dramas.
SALIENDO DE EMAUS
Sin esperarlo apareció a nuestro lado.
Íbamos tristes. En silencio.
Largo tiempo nos hizo compañía.
Parecía distraído, ausente.
La fatiga nos hizo detenernos y al extraño peregrino
Pedimos quedarse. La tarde iba cayendo.
Lejos brillaban las luces de Emaús.
Habían pasado ya tres días. ¿Acaso era posible?
Partió el pan y, al ofrecerlo, desapareció.
Los que regresaron
Se fueron llenos de alegría. Pero él
Permanece invisible con los que seguimos
Caminando entre sombras, como espectros.
HOY POR HOY
Tarde me levanté y por el camino
Me sorprendió la noche de Roma.
Cicerón.
Aún en Roma no hay televisión, radio ni periódicos
-ya vendrán tiempos aciagos cuando existan-
Pero ahora lo que corre por las calles,
Más abundantes que las aguas albañales de las cloacas,
Son el bulo y las difamaciones.
Echa a rodar una calumnia y verás.
Ay de ti si Catulo te dedica un epigrama.
Ni el más célebre de los oradores
Enmendará tu honor.
Igual de temible, pero sin versos,
Es la lengua de los hermanos Clodio y Clodia Pulcher.
En toda esta ciudad no hay quien los desafíe.
De seguir así –ya se verá-
Terminarán profanando hasta la sagrada fiesta de la Bona Dea.
Resignación: esto es Roma hoy por hoy.
Y como bien repite la plebe:
Con estos bueyes hay que arar.
ORFANDAD
A Carlos Saura.
Cómo un ángel en busca de la luz
Que pulsa
No sé por cuánto tiempo
Con el silencio de sus labios
Una cítara de sueños
Y constata
En su orfandad
Esa tenaz persistencia de las sombras.
CARTA A SAULO
Hermano:
Los labios con que has mentido
Hoy son mis labios, olvidada la voz,
La zarza ardiente, el polvo
Del camino de Damasco
Es de madrugada. Voy a dormir.
Como un fantasma entra a mi cuarto
Una anciana rezando su rosario,
Detenido en los misterios dolorosos.
Y todavía me bendice.
Afuera, en la noche del mundo,
Un gallo canta
Tres veces por mí.
PRIMAVERA
La primavera ha venido con las primeras lluvias.
La tierra ocultaba sus heridas,
Negras cicatrices también de nuestra sed.
El mundo fue un canto.
Sólo tu corazón permaneció como la piedra.
Alberto Lauro: (Cuba, 1959). Poeta, escritor, periodista. Licenciado en Filología Hispánica en la Universidad de La Habana. Ha estudiado además Bibliotecología y Archivología.
En España, donde reside desde 1993, ha publicado Parábolas y otros poemas (Ed. Rondas, 1977), Cuaderno de Antinoo (Ed. Betania, 1994), Cartas no enviadas (Revista Encuentro de la Cultura Cubana 51 – 52, 2009), Hijo de mortales (Premio Internacional de Poesía Luys Santamarina – Ciudad de Cieza 2011) así como las plaquettes El errante e Invocación frente al desierto mar (Ed. Jábega, Madrid 1994 y 1995). En Cuba, todos premiados, el poemario Con la misma furia de la primavera (l987), así como los poemarios para niños Los tesoros del duende (1987) y Acuarelas (l990). En Estados Unidos La novia de Lázaro (2011) y en Francia Distante el Paraíso (2011). Aparece en numerosas antologías de la poesía cubana actual. Coordinador de la monografías Joaquín Rodrigo (Ferré Editeur, París, 1998), Gina Pellón (Aduana Vieja, Valencia, 2007) y en la colección de entrevistas Todos los libros el libro (Ed. Los Libros de las Cuatro Estaciones, Farmville, Virginia, USA).
En 2004 obtuvo en España el Premio Odisea de Novela con En brazos de Caín.
Pero él me había llamado
Y en mí no estaba sino seguirle.
I
Vuelvo a ti cuando ya nadie –ni siquiera tú- me espera. Regreso de un vasto reino de donde antes nadie vino. No tiene fronteras. Tampoco geografía. Su emblema es el olvido, la impune rosa deshojada del olvido. Vengo de una prisión con rejas impalpables, del interminable exilio que es la muerte, ya desasido para siempre del tiempo y la distancia, pero otra vez uncido a la bestia imperativa que es el cuerpo, cárcel del alma, tirano que acecha, fantasma de todos mis insomnios venideros.
Lo que he visto no puedo decirlo con ninguna de las innumerables lenguas que pueblan la tierra. ¿Cómo hablarte, novia mía, sino con el silencio? Lo traigo para ti en la soledad del canto de todas mis palabras. Nada tengo para darte como regalo de bodas, en esta inesperada, súbita luna de miel de inconfesable júbilo, más que el silencio de la muerte que me colma en esta, mi canción sin palabras. No sé si es tarde o pronto, incapaz como fui entonces de confesarte el secreto que me llevé a la tumba, al que estuve atado como reo a grilletes y cadenas de invisibles eslabones, y que con nadie –ni contigo- fui capaz de compartir.
Estuve solo frente a la eternidad. Ya lo sé. Atónito, inmóvil, desvalido, yerto e impotente, abatido como estatua yaciente en el letargo, perplejo grano de arena frente a una playa infinita, ajeno en las entrañas de la madrugada fría, auscultando el pulso y el paso a la tiniebla, en tanto de lejos me embriagaba como rumor de mar los sollozos de María, los pasos de Marta adecentando la caverna donde improvisaron mi tumba, demasiado humilde y distante de mausoleos de familias poderosas.
Mi corazón en vilo se detuvo de golpe en el abismo del pecho y caí al precipicio incierto donde interminablemente se cae. Allí quedé sin presentir vestigios de otra amanecida. La vida no es larga ni corta sino frágil y arde como pabilo entre la sombra. Mi rostro lívido acechaba a mis hermanas preparando el velatorio en una pequeña estancia, inundada de aromas de lirios blancos que hubieran engalanado, novia mía, la ceremonia de nuestro enlace aplazado para siempre.
Quedaste vestida de encajes antiguos que la lluvia en mi memoria deshacía, oyendo mudos trinos e inexistente música. Y en un rapto yo me fui sin decir adiós. Y sin saber a dónde.
II
De pronto se hizo la noche. La oscuridad me cubrió con su manto. Abismos de alas siniestras echaron a volar y raíces abisales urdieron zulos en mis ojos, inmunes a toda súplica, a toda aflicción. Buceando en un océano insondable, rígido e insensible como roca fui envuelto en un sudario y pronto me bajaron a la tumba tal un despojo. Luego entonaron quedas letanías. Desprevenido me arrojaron bajo una lápida, presurosos en abandonar a un cuerpo que en breve se corrompe, semejante a un impostor del que hay que deshacerse cuanto antes.
En una cueva quedé, depuesto en un hueco, expiando no sé qué culpa. Prisionero de la trampa del no ser. Tocando a las puertas de un cielo sin puertas. Bregué en regiones de ignotos desamparo. En el espanto de las horas sin fin me arropó el humo de cirios que, recién apagados, poco a poco se iba disipando.
Iluminado por el celemín miraba un espejo opaco donde no reconocía a ese espectro que con impudicia se insinuaba, intentando asir insolente con sus brazos los míos, abatidos de tanto fatigados.
De nada sirvieron los ungüentos del más diestro embalsamador de Betania. A poco, mi atezada, morena y tersa piel se cubrió de una pátina cetrina. Aún siento taladrar en mis oídos la furia del golpe seco del martillo al sellar el ataúd con los clavos de la prisa, furiosas paletadas de tierra cayendo sobre mí. Y todavía respiraba...
El cortejo fue breve. El entierro también.
Bajé al fondo de la nada a donde llevé la verdad de mi secreto bien sujeto entre los dientes, tu imagen en el fondo de mis pupilas y la certeza de reposar en una interminable siesta tenebrosa. Acosado por las huestes maldecidas de Satán, ignoraba si ascendía o descendía por peligros, y galerías de grutas y cavernas. Errante y extraviado en la opacidad de la fosa entenebrecida.
La muerte dejó en mí su huella y no hubo ruego humano capaz de doblegar su poder inexorable. No todo era tétrico en ese remanso estéril y letal. A veces una paz, o algo así como el eco de una paz se multiplicaba hasta confines insospechados, con la certidumbre de no ser jamás ni siquiera huésped de mí mismo. Los días como hojas secas cegaron mis días. Hijo fui de la desolación. Confinado en la guarida del sueño. De un largo sueño del que no iba a despertar.
Las horas sin presagio que pasé en la sepultura, muy pocas para ti, para mí fueron siglos. Tú que decías amarme, que enloquecías con mis besos, que repetías que eras incapaz de respirar sin mi aliento, de vivir sin mis caricias, seguiste caminando, viviendo, respirando... Bajo el éxtasis de la droga del deseo, hacemos muchas veces promesas incapaces de cumplir si la embriaguez de ese delirio ha cesado. Yo me llevé, como único tesoro, la breve, tímida flor que anudaste a tu trenza y aquel beso tuyo que quedó tal pájaro extraviado aleteando en los trigales.
Volviste a la rutina de un día cualquiera: comer si tenías hambre, dormir si vence la fatiga, cepillarte el largo pelo, jugar con tu perro, diestra en hacer con esparto cestería. Pronto un niño te hizo sonreír. Que así fuera era justo y necesario.
Te creía entonces como creo cierto que cada año llega el frío en invierno, que después de la nieve la tierra se viste de lodo y, según avanza la edad, de blanco se tiñen mis sienes. Tú ibas con tu esquiva frente fugitiva y errante por el campo devastado de nuestro amor. Tu sed no podía beber de mí porque yo era un estanque de aguas procelosas y tú querías ser manantial soterrado, arroyo naciente, brote puro de regato hialino.
Huías sin querer o queriéndolo de mi fantasma, buscando refugio y amparo de mi ausencia, tocando a los postigos abandonados, al umbral cerrado de nuestra casa en ruinas.
Barquero a la deriva fui contra lo incierto. Navegante sin rumbo en siniestra tempestad. Ahogado en una tormenta donde todos mis navíos y bajeles perecieron. El designio de las bruma se hizo y definitivamente nos separamos. Quedé rendido en un lecho en que la sombra era al fin morada, anhelado sosiego y reposo. Un abismo entre los dos se extendía, escindidos para siempre en realidad y anhelo, pasión y hastío, fuga y deseo.
Te ejercitabas en la costumbre de mi adiós con la indiferencia en tanto, aferrado al recuerdo como náufrago en alta mar a un madero, guardaba en los míos el sabor de tus labios.
III
A la muerte le fui infiel con la noche, la más leal de todos los amantes. Me acarició sin dedos, me atrajo a su pecho sin brazos, me miró sin ojos, me poseyó sin sexo, marcó mi norte sin brújulas y midió mi reposo con su reloj sin tiempo ni manecillas.
Decían que morir es estar en un cielo sin estrellas, en lo profundo del vacío sin fondo y sin imágenes. Eso dicen. Tal vez sea cierto. Ya no recuerdo.
A donde iba no podía llevarte. Tú tampoco acompañarme aunque quisieras. Mucho menos retenerme. Ese cadáver que tuviste delante, inexpresivo e indiferente a tu dolor, no era el ser que idolatrabas. Y sin embargo, aún yo encontraba en ti la razón de mi canto.
La muerte entiende extrañas melodías y hasta la ternura del áspid. Ignoraba entonces que la vida ardía en mí como zarza sin consumirse. No obstante fervorosa ella se esmeraba en ampararme, cubriendo mi desnudez con embozos y sábanas de su negro terciopelo inabarcable.
¿Tú te hubieras amoldado a mi carne como al yugo de la espera? Eso dices. Cierto es que no sepas tratar al que enterraste. No tienes la culpa de mi partida, tampoco de mi regreso, ni de yo ser el fantasma que de nuevo palpas tal leproso con manos exánimes.
Ahora me tienes frente a frente mirándote a los ojos y créeme: más de una razón tenía para no resucitar.
IV
Quise que mi cuerpo fuera semilla esparcida y las cuencas de mis ojos recipientes para grumos: allí el brote que de nuestros vientres no nació podía echar raíces y ser elegía de alabanza a la pureza.
Han pintado a la muerte de muchas maneras. Tiene además guantes de escarcha con los que borra los rostros que besa. A todo muerto llega el día en que al fin es olvidado. Deseaba que, arribado el mío, ni siquiera tú recordaras tú. Bien que poco o nada hice para merecerlo.
Las constelaciones giraban en su indolencia. La distancia entre los dos comenzó a pesar sobre mí más que la enorme piedra que sellaba el sepulcro. Fue entonces cuando el que vino sin yo esperarlo desafió lo imposible. Me ordenó, antes sin rumbo, volver sobre mis pasos. Caminar a su imagen y semejanza. Con puño firme golpeó los aldabones de hierro de mi cuerpo como fortaleza con todos sus puentes levadizos levantados. Mientras yo, vástago de la orfandad, era flagelado por siete demonios iracundos que, verdugos del rencor, empuñaban látigos de víboras de siete cabezas, e inerme me aferraba en vano pidiendo protección y amparo a un ángel de alas heridas; a un triste, desvanecido, bello ángel de alas rotas.
Llegó él y me ordenó levantarme, echar a andar. Que resurgiera como ave fénix de escombros y cenizas de mí mismo. Que ascendiera escarpadas montañas que jamás pretendí escalar. Todavía con barro taponados reconocí su voz en mis oídos. Llegaba y verlo era como bañarse en el lago de sus ojos en calma y sin orillas.
No pude negarme al escuchar su voz a un tiempo suave e imperativa que irradiaba: su incitante, cálida voz autoritaria. Mi pulso no pudo ni quiso resistirse al reclamo. Sin que me diera a beber pócima alguna ni pagar tributo fui, perdón, más que ir, corrí veloz de los brazos de la muerte hasta sus brazos.
¿Podía negarme o huir cuando él, tan firme y seguro de sí, tendió su mano, a donde presurosa fue la mía temblorosa y todavía incrédula? ¿Por qué motivo me devolvió a la vida? ¿Acaso por gratitud a María que lavó sus ateridos pies, los ungió con caros perfumes y secó con su largo, sedoso, negrísimo cabello? ¿Por Marta que dispuso diligente de nuestro modesto hogar para él, que no tenía ni una piedra donde reposar la cabeza? ¿Era yo digno de tamaño favor por el sólo hecho de querer él consolar a sus amigas inconsolables?
Lo cierto fue que su voz disipó la oscuridad del sepulcro porque su voz misma era la luz. Y la luz se hizo en mí, al llegar él, carne de mi carne y en mi duda primavera después del más crudo invierno. Sobre mi ser su voz fue rocío y se hizo música, salterio allí donde la muerte me enterró sus garras, dejándome en su lúgubre tálamo solo y desposeído. No lo había pedido pero él estaba junto a mí, haciendo lo inaudito sin esfuerzos, su perfil tallado por el alba, su mirada sublime donde la claridad del brillo no podía disimular una velada altivez de estar por encima de todos y de todo.
Llegó y su sola presencia destelló como astro, fuentes de mis cauces secos comenzaron a fluir, ramas a florar, el alegre zumbido de las abejas libó el dulce oro oculto en los azahares de la tiara de nuestra ilusión perdida. La noche fue amanecer y la muerte canto.
De pronto mi quietud fue vértigo. En los cimientos de mi ser la sangre comenzó a brotar en ráfagas, primero con aliento de torrente y luego intensidad de tornado. ¿Alguien puede permanecer indiferente ante el regalo de la dicha a manos llenas, cuando ya nada se aguarda ni se cree en nadie? Insólitos acordes de savia nueva floraron en mis bosques, antes arrasados por el fuego y ahora inundado de renovados brotes.
Al abrir mis ojos no a ti sino a él fue a quien vi. No por ti sino por él me incorporé de la tumba. Mi cuerpo imantado por el suyo irresistible. No tú sino él había hecho el prodigio y besé su rostro, aún con los rasgos visibles del llanto y las horas en vela. Desperté y no tenía con qué pagar el peaje de vuelta salvo mis anhelos insepultos, dos denarios que dejaron sobre mis párpados negados a cerrarse, un venablo, una fíbula, un velo rasgado y otras semejanzas de escaso valor. No hallaba ni gesto ni objeto ni palabras. Con más de treinta años mis balbuceos de recién nacido otra vez hubieran sido para ti. Te busqué. En vano. En tanto él besaba mi frente, estrechándome contra su pecho como el hermano que no tengo, haciéndome respirar, ahogado rescatado de traicionera aguas, devolviéndome el aire con su boca en mi boca...
Sólo atiné a musitar su nombre, viajero que vuelve –ya lo sé, apenas han pasado tres días- de unas cortas vacaciones en la muerte.
Para el descanso no está hecho el pie del caminante.
V
Mi vida anterior no vislumbraba. Todo mi ayer y mi mañana eran un presente: él. Y ahora era él lo único que de este mundo me importaba. No pedí volver pero me dio resplandores de amanecida y nuevas lunadas. Cuando me incorporé los lienzos apretaban mis entumecidos miembros. Marta presurosa con una daga comenzó a rasgar la mortaja. María apretaba contra su pecho una docena de rosas amarillas tal palomas salvajes que fueran a escapar.
Los pocos testigos presente me recibieron con alborozo. Más tarde, extraños se sumaron con abrazos y fuegos de artificio. Mas él tenía pronto que partir para todo se cumpliera. Entonces ninguna fiesta me fue tan ajena como estar acompañado de una multitud -lobos olfateaban mi andar, cordero en medio de una jauría de hienas hambrientas- que me observaba entre atónita y deslumbrada. Ciego caminando entre ciegos. Unos me admiraban; otros me execraban ante la evidencia del hecho: insólita verdad para seres disipados que a deshora van y vienen por antros y callejas donde todo vicio se apura con premura de vicio.
Pronto me fue cotidiano el vituperio, también la adulación.
Mi único consuelo fue hallarle a él. Encontrarme a solas con él. A él estoy unido con férreas, indestructibles ligaduras. Ya sé que la alegría es un antifaz pueril, un frívolo disfraz que visto en público, la máscara trivial y necesaria en una pantomima divertida e igual de aborrecible. ¿O tal vez tú esperabas que saliera de la entenebrecida e ignota tumba, nido que incuba huevos de rencor, novia mía, revoloteando en torno a ti, rayo en la aurora, como si nada hubiera pasado, siendo apenas espectro de una mariposa nocturna?
No era digno de que entrara a mi casa, pero una sola palabra suya bastó. Antes no tuve miedo de morir, pero ahora lo tengo de vivir... sin él. Sin él soy campana que retañe y el mundo es una inmensa tumba.
VI
He aquí que ahora regreso a ti como novio tuyo que fui. Cuando escuché que venías mi corazón dio un vuelco. Pronto reanudamos los paseos, cada tarde marcando el mismo paso. De nuevo volvimos a beber agua del pozo de nuestra infancia. Nos bañamos en la misma acequia. En la misma artesa amasamos nuestro pan. Otra vez anduvimos plazas y paisajes que ya una vez recorrimos.
Bajo la sombra de los sicomoros tu mano se hunde en mi pelo revuelto como única dádiva, reclinando en mi hombro tu cuello de gacela asustadiza, tu pecho palpitante. Yo oteo en el horizonte al que espero: mi heredad.
Con nuestras manos enlazadas, me enseñabas andar pero yo quería huir, escapar, volar hacia la lumbre del hogar que jamás fundé, de los hijos que nunca tuve. Bebo la vida de golpe como un trago fuerte de licor que apura un ebrio, o agua para un beduino bajo el inclemente sol del desierto, con la premura de los que saben que nada hay que esperar, nada que aguardar. Que no existe más que este hoy, este ahora que se impone y urge.
Tú en cambio crees que hay tiempo, sí, que aún queda todo el tiempo para cuidar las mieses de lo que hemos perdido o postergado, y que un día, mañana o quién sabe cuándo, puede renacer. Sin ansia y sin premura. Con la indolencia común de los mortales. En cambio para mí ha llegado el minuto de impaciencia de hacer rentable la siega, recoger los frutos, empuñar el bieldo, multiplicar la majada, ya que la cosecha ha sido fecunda justo en el momento en que es real la probidad del Milagro. Y hay que admitirlo: soy la evidencia de una verdad que nos excede.
Incrédula y grave te acercas a mí con tu cara lívida, un nido de alciones acallado en tu garganta, el desgano de nuestra casa abandonada, de nuestro lecho sin hacer... No sabes –nadie lo sabe- ser la novia de alguien que vuelve de la muerte. No te condeno por querer descifrar el enigma que me habita. No puedes entregarte a quien ha estado hasta hace muy poco pudriéndose en una fosa y conoce el precio justo de merecer la eternidad. No yo sino tú eres la que pareces que has muerto. Tú la sometida a la tiranía de la espera, deseosa de refrenar el ardor de mis corceles desbocados, tierra que no quiere dar fruto, costa donde mi mar viene a romper. Evocando un impreciso ayer o un furtivo mañana, con la vaga mirada perdida, sabiendo que para mí cada segundo apremia. Tú la negada a resucitar.
La sangre habita de nuevo mis venas apagadas, cascada impetuosa, brisa incesante que levanta vientos de ciclón en los trigales y en las tuyas polvo, un poco de polvo y nada más...
El sol se hunde en el poniente y pasan las golondrinas que van a dormir al Huerto de Getsemaní, bandadas de negras cruces de presagio por el cielo con halos de incendio, presintiendo inquietantes vaticinios. Oscuro e insondable es mi privilegio: único ser que morirá dos veces...
De noche camino las calles de Betania. Ha llovido y mis pies se hunden en la tierra humedecida. Desconocidos pasan a mi lado hablando del raro suceso del hermano de Marta y María, y de la afortunada novia de Lázaro. Es cierto. Hace mucho tienes escogido el blanco traje de tul que lucirás en las nupcias, las ajorcas para tus brazos, el velo bordado con lágrimas de pasadas vigilias, novia convertida en viuda que novia vuelve a ser; el exquisito ajuar; el sitio de celebrar el convite, la lista de invitados para los que él hubiera hecho multiplicar, si hubiera urgido, sin demora, los manjares más deliciosos, el pan, los peces, el vino en odres y copas sin vendimia y sin lagar...
La vida como silicio hiende su rabia en mi carne desde que partió aquél que hizo otra vez latir mi corazón. Estoy marcado por la señal candente de este otro amor fuera de toda razón, de toda ley. Al que me ha dado otra vez la vida me debo. Yo que estaba solo y ahora tengo la promesa de su palabra. Yo que estaba muerto y con sólo decir mi nombre he resucitado. Por él soy. Con él soy. Por él existo. Sólo aguardo el instante en que me llame a su lado y sienta junto al mío su pecho palpitar. Cuando menos lo espere, sé que vendrá, sin avisar, y juntos emprenderemos un viaje sin retorno, el más largo, hermoso de los viajes. Llegada sea la hora de partir, como niño perdido entre la muchedumbre de una feria me confiaré a su mano. Sí, novia mía, si sabes o alguien te dice dónde está, dile dónde estoy. Y espero.
Alberto Lauro (1985)